jueves, 15 de diciembre de 2022

Y por qué?


¿Hace cuánto que no sientes cosas nuevas encima de tu moto? Cuando ya piensas que estás de vuelta de todo, después de llevar años montando, después de haber probado todo tipo de motos, después de haberte iniciado en todas las disciplinas, después de haber pasado frío, calor, miedo, risas, sorpresas, después de llegar a pensar que ya estás de vuelta de todo te das cuenta que no has ido a ningún sitio.


Y no, no has ido a ningún sitio porque realmente quieres volver a sentir todo eso que la moto te ha ido enseñando durante los años. Siempre hay algo que engancha más. Algo que te atrae irracionalmente hacia ellas. En mi caso no puedo identificar una sola cosa, pero sí un gran conjunto de sensaciones. Como es la sensación de aceleración, la velocidad. El impacto de una tonelada de aire en el pecho cuando te levantas de detrás de la cúpula al ir a más velocidad de la que podrías justificar ante el juez que te mandará a la cárcel. Esa mirada fijada más allá de 500 metros. Todos tus sentidos concentrados en rascar ese último ápice de potencia de tu motor, buscando la estirada hasta el corte, o la zona de par máximo. El equilibrio dinámico al romper el efecto giroscópico de las ruedas y tumbar tu montura al límite, buscando la trazada más recta de esa curva tan sinuosa. O el golpe de inercia al levantarla, casi con violencia, para enlazar el siguiente giro en sentido opuesto.


Tu cuerpo calado hasta los huesos, tiritando de frío y maldiciendo por qué no te paraste hace media hora a ponerte el traje de agua. La esperanza de que el aire que te azota te seque y te devuelva la temperatura necesaria para volver a disfrutar el camino. Encontrar el carril seco, dentro del carril delimitado por líneas blancas, en el que tus neumáticos vuelvan a sentir el agarre necesario para volver a aumentar el ritmo. El pinzamiento de las cervicales que te provoca la forzada postura de los semimanillares de la deportiva más radical que había en ese momento y con la que nunca pensaste en viajar a un Gran Premio. Ese escalofrío de liberación que te recorre el cuerpo después de haber tenido el suficiente arrojo como para controlar la situación después de entrar completamente colado en esa curva a derechas. La falta de gravedad en el tren delantero mientras se libera toda la potencia sobre el trasero. La sonrisa, la carcajada, la cara de enamorado después de haber hecho el amor con ella a lo largo de tu tramo favorito de carretera.


El olor a lluvia en el campo. La primavera llegando y la temperatura perfecta para no tener que ir más pertrechado que una cebolla. El dolor de culo por la exagerada estrechez del asiento de tu moto de enduro, mientras tú te empeñas en viajar con ella por campo como si fuera una trail ligera. La torpeza de movimientos y reacciones de tu maxitrail por el campo, cuando te empeñas en sacar del agua al pez que mejor se mueve dentro de ella. Tu cintura retorcida mientras pierdes tracción adrede cuando el camino se gira más de lo que esperas. Ese abrir gas a fondo haciendo levantar y escupir tierra a tus compañeros de ruta campera, a sabiendas de que avanzarías más siendo más progresivo. El freno físico que impone el agua al atravesar el cauce de un riachuelo por ese vadeo que parecía tan fácil. Remar con tus piernas por ese sendero casi vertical y llegar a la cima con el corazón en la boca pero con la infinita satisfacción de haber subido.


El calor del asfalto, del motor, de los otros coches, en ese atasco en pleno mes de julio. El fuego del aire en tu piel al montar en tu ciclomotor trucado con el uniforme más playero que puedas imaginar. El resiento de los arroyos al volver a casa en las noches de verano. El exterminio personal de mosquitos e insectos en cuanto la luz cae y la temperatura sigue siendo alta. La infinita oscuridad de esa carretera comarcal por la que decidiste volver a casa con tu chic@ favorit@ en el asiento del pasajero. Sentir cómo tu acompañante se agarra a ti en las aceleraciones más vertiginosas y cómo te aplasta contra el depósito cuando no logra sujetarse al tirar el ancla. Los golpecitos casco contra casco en cada cambio de marcha. Estirar tu mano izquierda hasta su muslo izquierdo como muestra de cercanía. Comentar cualquier cosa que os hayáis cruzado en el camino. La complicidad que surge después de cientos de kilómetros con la persona que quieres a tu espalda. Cantar dentro del casco durante largas tiradas de carretera bajo tus ruedas.


El ritual de arrancarla por las mañanas, sea el que sea. Volver a escuchar su corazón palpitar al pulsar el botón mágico, o al patear con vigor la palanca de arranque. El dolor con el que se quiebran tus entrañas al oír un ruido metálico fuera de lugar. El dolor que siente tu cartera al tener que visitar al mecánico. La ilusión con la que buscas y compras ese accesorio que prácticamente no vale para nada y con el que no aportas valor alguno a tu montura, pero que adoras. Encontrar ese modelo con el que tanto tiempo soñaste, de un solo propietario, con menos uso que un bidé en un baño público y al precio justo de mercado. El vender la moto en casa intentando que la vean con los mismos ojos que tú. El vender la moto a un desconocido, porque llegó el momento de separarte de ella. El recordarla endulzando los buenos momentos y riéndote de los malos. El pensar que la volverás a tener. El creer que ella también te echa de menos a ti. El justificar la razón por la que vendiste, a la espera de una nueva compañera.


La camaradería.  La amistad. El quitarte el caso apresuradamente para reírte con tu compañero de ruta sobre lo que acabáis de vivir hace unos momentos. El sentir unión con individuos a los que ves una vez al año, pero con los que sientes que no hay distancia. El rodar en grupo. Enseñar a los más novatos y el no parar de aprender de los más experimentados. El contar batallitas. El escuchar batallitas. Llenar tu mochila de recuerdos con vivencias sobre tu moto. El esperar al próximo viaje, a la próxima ruta, al próximo día para ir con ella a cualquier parte. El levantar la pierna sobre ella colocando tu cuerpo a horcajadas, dispuestos a pasarlo de la mejor forma que existe sin quitarse la ropa.


Estas cosas excepcionales, buenas y también menos buenas, son las que nos hacen montar en moto. Son las que quiero volver a sentir cada vez que monto en ella. Son las que hacen innecesario estar de vuelta de nada, porque las tengo todas aquí.


Uves y ráfagas.


J. Gutiérrez.


jueves, 26 de mayo de 2022

Olía a moto nueva

Best smell ever

No sucede como con los coches. Parafraseando una mítica escena, de la no menos mítica película Christine, en la que decían que: el olor a coche nuevo es el mejor olor del mundo, salvo el olor a mujer… Solo puedo añadir que el olor a moto nueva no es que sea de lo más agradable. Es peculiar. Todo ese calor en el motor, emanando sus hedores hacia arriba, con todos esos recubrimientos lacados ajustándose o expandiéndose por las altas temperaturas, no es tan placentero como cuando te montas en un coche recién estrenado.

Yo no he disfrutado en exceso de ese olor moto nueva. Mi primera moto nueva, aquella Gilera Crono 125, la estrenó mi padre en el trayecto desde el concesionario Piaggio – Gilera en la calle Islas Filipinas de Madrid, hasta el pueblo. Y la verdad es que recuerdo aquel olor como a chamuscado. Nada menos que veintitrés años después, estrené mi actual VStrom. Y sí, olió a nueva la primera semana, antes de llevármela de viaje a Marruecos y empezar a acumular roña en rincones en los que nunca más se volverá a ver la luz del sol. También, un par de años después, con la Honda Rebel de mi consorte, puede apreciar tan peculiar olor. Es más, la Rebel ha tenido un uso tan escueto y prolongado en el tiempo, que hoy sigue oliendo a nueva. Y diréis: ¿a qué viene todo esto del olor a moto nueva?
Igualita, pero al lado de mi casa

No es más que a un fugaz encuentro hace unos días con una Suzuki GSXF 600 de segunda hornada. Debía ser del año 93 o 94, con aquellas gráficas similares a las GSXR W de esa época. La vi mientras paseaba a mi perra una tarde cerca de donde vivo. La escuche de lejos, viniendo por mi espalda. Ese sonido tan particular de los motores tetracilíndricos refrigerados por aceite, los famosos SACS, despertó algo en un rinconcito de mi cabeza. Aquel sonido me trasladó a los años 90, cuando tener una GSXF 600 era una alternativa a las más avanzadas Supersport, pero mucho más barata de mantener. Además, que su fiabilidad ha quedado constatada con el paso de las décadas. Ese mismo motor lo heredó la Bandit 600, estando así en producción quince años: desde 1988 hasta 2003. Al pasar a mi lado, pude ver que estaba en un estado inmaculado. Paró unos metros más adelante y me acerqué a observarla.

Ya no olía a moto nueva. Más bien olía a aceite caliente. Pero tenía pinta de haber sido comprada por alguien que le hizo poco más que el rodaje, la guardó y recientemente la habían devuelto a la circulación. Justo la misma situación que viví sobre el año 2001, con el padre de mi novia en aquellos años. Este hombre era un buen aficionado al motor, pero resignado a las pocas libertades que las obligaciones de familia le permitían. En sus años más jóvenes, incluso estuvo federado como piloto de rallys y me llegó a contar cómo alquilaron un Renault 8 TS para correr. En esa época, yo todavía tenía mi ZZR 600. Pesada, sí. Poco ágil, también. Pero rápida como un disparo cuando la carretera se estiraba lo justo. Quizás el hecho de que el novio de su hija mayor tuviese una 600, le abrió un poco los ojos y se mostró más receptivo cuando le ofrecieron una oportunidad que casi ninguno de nosotros hubiera dejado pasar.
La boda perfecta

El carnicero del pueblo recibió como regalo de bodas una Suzuki GSXF 600 a estrenar. La boda ya había ocurrido diez años atrás y después de realizar el rodaje de la moto y darse dos paseos, quedó arrinconada en el garaje. Cuando hizo falta el espacio en el garaje, el carnicero pensó en deshacerse de la moto. Y por pura casualidad, habló al padre de mi novia sobre ella. Entusiasmado como un colegial, corrió a contármelo. La GSXF no llegaba a 3.000 km. Era del año 90 y estaba impecablemente bien conservada. Era una moto nueva, pero ya con 11 años de antigüedad. Yo le dije que era una moto bastante maja. No recuerdo el precio exacto, pero sí que estaba muy por debajo del valor de mercado en aquel momento. Le advertí que, para ser su primera moto, quizás fuese demasiado. Pero haciendo caso omiso a mi consejo, a su cabeza y a su mujer, compró la moto. Así se debe comprar una moto: con el corazón en la mano.

Yo accedí a ayudarle a hacer una revisión básica, para empezar a utilizarla con más frecuencia de lo que hasta entonces había conocido aquella moto. Pusimos una batería nueva, cambiamos aceite, filtro de aceite, filtro de aire, engrasamos todos los puntos que creímos convenientes y a pesar de que los neumáticos tenían demasiados años y estaban más duros que el mármol, no los cambiamos. En el primer arranque, me pidió que la probara. Fue en aquel momento cuando me confesó que no tenía carnet de moto. ¡Vaya sorpresa! Pero también me tranquilizaba: ya se había apuntado a la autoescuela. Ya entonces existía el carnet por tramos. Los dos primeros años de carnet A, estaban limitados a conducir motos de 26cv, si no recuerdo mal. Pero su respuesta fue: dos años se pasan en nada, pero no se lo comentes a nadie…
La moto del carnicero, sacada del catálogo

Me puse el casco y me subí a la GSXF. Todos los mandos tenían un tacto exquisito. Todo era suavidad. Todo sonaba perfecto. Y aquel olor a moto nueva se dejaba sentir mientras toda la mecánica empezaba a moverse, en esta nueva vida para ella. Mientras la conduje a través del pueblo, solo podía cerciorar la buena compra que había sido. Barata, de reestreno y con un aspecto impecable. Pero todo mi gozo estaba a punto de terminar. Salí a carretera, cambiando a medio régimen, dejando que el tráfico regulase mi ritmo. Pero a la primera oportunidad que tuve, decidí sacar todo el provecho que el aletargado motor debía tener en su interior. Me dispuse a adelantar a un grupo de tres o cuatro coches. Salgo en segunda, abro a fondo, la moto empieza a estirar y a empujar, pero justo en el momento en el que esperaba un tirón en el empuje ¡el motor llegó al corte! ¿Pero cómo es posible? Metí tercera, de nuevo a fondo y otra vez, cuando esperaba el arreón de potencia, otra vez al corte. Terminé la maniobra de adelantamiento totalmente defraudado.

Y es que el rendimiento de aquel motor, aunque lejos de no correr, estaba muy por debajo de a lo que yo estaba acostumbrado con mi entonces ZZR. Ya fijándome en el cuentavueltas, después de 7.000 rpm yo esperaba un aumento del empuje. Pero este era bastante lineal hasta el corte. Y no es que fuese un motor tranquilo. De hecho, cortaba encendido sobre las 11.000 rpm, un poco antes que mi ZZR. Pero me dejó completamente a medias el no sentir más empuje en la parte más alta. Quizás, gracias a esto, hoy se pueden ver por la calle motos motorizadas con este SACS de 600. No así ZZR, ya que las que quedan se limitan a ser vistas en concentraciones de veteranas y alguna convertida a altavoz de los frustrados en GGPP y concentraciones. Sin embargo, aquella GSXF cumplió su función perfectamente. Primera moto para un hombre ya bien metido en los 50, bajo mantenimiento y fiabilidad a prueba del paso del tiempo. Ignoro si seguirá en su garaje. La relación con aquella chica duró poco más de un año. Y creo que el mejor recuerdo que tengo es sobre su padre y aquella GSXF.

Uves y ráfagas.

J. Gutiérrez.

viernes, 25 de febrero de 2022

Feliz año nuevo


Dicen que los franceses felicitan el año nuevo hasta bien entrado el mes de febrero. Y yo no tengo ascendencia gala, pero bien es cierto que se acaba el segundo mes del año y no había publicado nada por aquí. Y no por falta de ganas de contar mi vida, sino por no saber encontrar el momento de ponerme a teclear. A lo que iba: ya han pasado cuatro meses desde que hice la última ruta en los Pirineos, segunda de 2021, pero esta vez en modo mixto. Un día jamón de York, otro día Tranchetes.

Llevamos una ruta parcialmente definida y teníamos la intención de hacer un día pistas y otro día carretera. Pero la verdad es que hicimos un poco lo que nos iba apeteciendo, ya que solo éramos dos motos y dos personas: mi amigo Óscar y su KTM 690 Enduro y yo con mi inagotable VStrom. Y si bien unos días la ruta era más propicia para mi montura, con puertos de infinitas curvas, vistas sobrecogedoras y asfaltos de todo tipo, los días de Tranchetes, o sea por campo, yo las pasaba más putas que en vendimia y con lumbago. Mi montura, casi totalmente fuera de su medio, hizo de los pedregales y barrizales por donde la 690 pasaba como por el pasillo de casa, un parque de atracciones donde no todo era diversión. No nos podemos quejar. No perdí la verticalidad en ninguna ocasión y la moto llegó entera y con sus frágiles llantas guardando sus formas originales. Sin embargo, los días de jamos de York, por carretera, lo pasamos igual de bien. O incluso mejor, si cabe.

 

Uno de esos días en los que estiramos la mañana por campo hasta entrada la tarde, paramos a comer a las 16:00. Sí, casi iba a ser merienda. Pero para nuestra sorpresa, ni siquiera merendamos. El pueblecito en el que aterrizamos, de cuyo nombre no quiero acordarme, solo contaba con un bar. El cual no servía nada sólido, sino todo tipo de bebidas. Espiritosas o no. Y pensando en calmar el ya incipiente apetito, pedimos una cerveza con el ánimo de buscar otro sitio más adelante. Después de la primera, vino la segunda. Y como no hay dos sin tres, cayó la tercera. Y para no defraudar a la audiencia, donde beben tres beben cuatro. Así que, con cuatro tercios de zumo de cebada fermentada en el organismo, nos dispusimos a continuar nuestro camino. Aquel día haríamos noche en Roncesvalles y el trecho que aún nos faltaba iba a ser a base de varios puertos de montaña.

En la primera curva del primer puerto, nuestra vejiga gritó auxilio, con lo que ambos paramos en la cuneta para liberar tan incómoda presión. Y allí, regando el Pirineo navarro, entre risas y comentarios sobre el hambre que teníamos los dos compañeros de viaje, escuchamos un zumbido tetracilíndrico acercarse. Pasaba en ese instante por nuestra espalda, empezando el puerto que nos esperaba a continuación, la Kawasaki ZX6R más limpia y brillante que había visto jamás. Encima de ella, un maniquí de revista. Mono Dainese blanco negro y fucsia, ajustado y sin una sola arruga, con ningún insecto siquiera pegado al pecho. Casco Arai racing, mochila pequeña rígida a la espalda y botas deportivas en el mismo inmaculado estado que el resto del conjunto. Y como si estuviera recién salido de un catálogo de motos, veíamos como estiraba segunda, subía a tercera y se alejaba dando leña a su tan virginal moto. Aún con nuestro apéndice reproductor en la mano, nosotros nos miramos y casi a la par gritamos: ¡a por él!

 

Alguna gota se quedó en el guante, o en el pantalón de cordura, mientras de un salto me montaba en la Vstrom, arrancaba y salía como un disparo a por nuestro impoluto compañero de carretera. Avancé con rapidez, estirando todo lo que da el bicilíndrico y empalmando marchas como un loco. Llegué a la primera frenada con la Suzuki completamente cruzada, mientras la rueda trasera trataba de gestionar la reducción de tres o cuatro hierros casi de golpe. Con la moto tumbada al límite de sus neumáticos Pirelli Scorpion Rally mixtos, abrí gas a fondo y el control de tracción evitaba constantemente que ese instante de diversión se convirtiera en pesadilla. Otra marcha más, otra apurada de frenada más con la moto descompuesta y ya tenía a la vista a la ZX6. Los 101 CV de la VStrom iban sudando como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, cuando al fin me puse a su zaga. Él iba a buen ritmo, super fino. Casi sin despeinarse y con un estilo bastante posturero, pero sin olvidar la elegancia. En dos curvas más, ya escuchaba el bramido del Akrapovic de la 690, estirando el monocilíndrico hasta el límite de su empuje. A penas dos décimas de segundo después, Óscar aparecía por mi izquierda, apurando frenada como siendo protagonista del JoeBar, con las horquillas completamente comprimidas y el chasis gritando por un poco de calma. Ese es el justo momento, cuando el maniquí encima de la ZX6 se asoma al retrovisor y nos ve. Yo me imagino la dantesca escena y me sale la carcajada involuntaria. Dos señores, entrados en carnes, con ropa y botas de campo, petate y las motos con barro hasta en la bancada del cigüeñal ¿enseñando rueda a ejemplo a seguir por todo motero Racing que se precie? La ZX6 abre gas, aumentando su ritmo. Óscar sale a saco detrás. Y cabe decir que la reactividad inmediata al golpe de gas de la 690, deja en entredicho la fina estirada de la ZX6, o incluso el desboque de par de mi VStrom. Yo tenía que abrir a fondo para aguantar el envite de la austriaca, mientras que nuestro nuevo amigo no dejaba de asomarse al retrovisor. A través del intercomunicador bluetooth que llevábamos Óscar y yo, trataba de calmarle los ánimos: ¡Respeta, respeta! Pero según le pedía respeto, mi bipolaridad reaccionaba y le metía un interior de manual a la Enduro. Entre risas, apuradas de frenada y trazadas de compás de arquitecto, la ZX6 ya iba con más miedo que vergüenza, controlando más el retrovisor que lo que tenía por delante. Pero el ánimo de todos, de los tres, ser vería calmado forzosamente por las circunstancias de la carretera. Al fin, tráfico rodado y la entrada a un pueblo, nos hacía frenar a todos y volver al civismo propio de los tiempos que vivimos.

 

Pero la sangre iba caliente. Las risas entre nosotros no habían cesado y en ese momento se me ocurrió decirle a mi compañero aquello de “no hay huevos”: ¡No hay huevos a adelantarle fumando! Casi eléctricamente, Óscar se levantaba el mentón de su casco trail modular, sacaba un cigarro de su riñonera, se lo ponía en la comisura de la boca y lo encendía. Y de esta planta tan poco elegante, pero sumamente cómica, estiró la 690 adelantando al maniquí de la ZX6 mientras le miraba echando humo y dejando todavía restos de barro que sus ruedas de taco despedían. ¡Los dos nos moríamos de la risa! Mientras tanto pensábamos que nada más llegar a casa, nuestro elegante guía de ruta abriría Wallapop y escribiría: Vendo ZX6, siempre garaje, nunca circuito, o cambio por trail. En el siguiente desvío el destino nos separó por completo. Él a la izquierda, buscando cobertura móvil para poner su anuncio y nosotros a la derecha, buscando la hospedería de Roncesvalles, donde echaríamos el resto de la noche comentando la jugada, cenando y descansando de tan intensa jornada. No hay nada como viajar en moto. Y si es con amigos, mil veces mejor.

 Uves y ráfagas. 

 J. Gutiérrez.

miércoles, 25 de agosto de 2021

La BatiCao del verano

De viaje a Faro 2019

En el verano de 2019, mientras me dirigía a la concentración de Faro en Portugal, recibí una llamada que me alegró el resto del viaje. No recuerdo muy bien cómo consiguieron mi número, pero se pusieron en contacto conmigo desde un medio digital dedicado a la moto, para colaborar con ellos como editor. Me ilusionó sobremanera, ya que nunca había escrito remuneradamente. El acuerdo no era para tirar cohetes en lo económico. Más bien era algo simbólico. Pero, a fin de cuentas, esto me daba algo de visibilidad en este competido mundo de la prensa del motor. Las pruebas de modelos no tardaron en llegar. Y a pesar de parecer una tarea atractiva, no siempre se puede bailar con la guapa del grupo. De hecho, hoy quisiera compartir parte de lo que tuve que escribir después de mi cita con la fea, pero engreída, de la clase. 

MH Bogga 125

La primera vez que me subí a una 125 fue a los 17 años. De esto ya hace la solera de 28 primaveras, con lo que la actual normativa de carnets no existía. En cualquier caso, entonces no tenía tampoco carnet válido para conducir aquella moto. Fue en un camino, en lo que hoy es la Vía Verde del Alberche. Antes estaba abierta al tráfico rodado y como estaba cerca de nuestra zona, echábamos allí algún que otro rato. La moto era de un amigo de un pueblo cercano, algo mayor que yo. Era una Aprilia Tuareg Rally. Es cierto que acostumbrado a los 7 u 8 C.V. que daría mi ciclomotor, “trucado” a 74 c.c., me hubiera impresionado hasta una Vespa. Pero es que aquella 125 me despeinó para todo el día y me plasmó una sonrisa de enamorado en mi imberbe cara. En regímenes bajos y medios era una moto tranquila y noble. Tirando a rezongona. Pero cuando la válvula de escape abría, el motor empujaba rabioso y perdías tracción constantemente. El camino se convertía en estrecho y el campo parecía que se iba a acabar. ¡Cómo corría aquello! Qué pedazo de moto era la Tuareg Rally: grande de tamaño, suspensiones trail de largo recorrido y apariencia de querer comerse el desierto entero.

Aprilia Tuareg Rally 125

Este próximo otoño hará dos años que tuve el “honor” de probar la MH Bogga 125. Cuando la recogí en el concesionario, inevitablemente me acordé de aquel día sobre la Tuareg Rally. Intentaba ser positivo. Intentaba ser objetivo. No había parangón con aquel día en el que quedé tan impresionado. Vale que, en más de un cuarto de siglo, todo ha cambiado. Normativa, limitaciones, carnet convalidado con el del coche, modas, tendencias. Yo mismo he cambiado más de lo que podría imaginar. Pero lo que la Bogga 125 representa, es una mezcolanza de diferentes tendencias, fusionadas en una pequeña amalgama de infortunios. Si bien la moda café racer llegó a nuestras vidas hace no pocos años, el que los fabricantes hayan plasmado esta tendencia de mercado en alguno de sus modelos, es de lo más natural.

Malditas modas... 

El conjunto de tipos de moto que hoy malamente se asocian a las café racer (brat, scrambler, incluso bobber y otras acepciones custom) se mezclan como la música. Ya no nos extraña encontrar un grupo rociero que haga fusión y que defina su estilo como rumba- metal -hip-hop. La Bogga, no se queda atrás. Partiendo de una apariencia retro, sus líneas superiores (depósito y asiento) podrían entrar dentro de lo que actualmente nos dan a entender que puede ser una café racer. Sin embargo, sus semi manillares por encima de la tija, excesivamente abiertos y horizontales, hace que echemos de menos un manillar a dos alturas, como bien monta su hermana melliza: la Bogga Rocker. La postura de conducción, debido en gran parte a estos semi manillares, queda un poco antinatural. Si seguimos hacia atrás, su colín más bien sería de un estilo brat, pero que directamente parece plagiado de los diseños de la Yamaha SR 250 de los 80. Eso sí, de nuevo volveríamos al café racer, con su cuidado piloto y guardabarros trasero.

Aquí, sufriendo (sin ironía).

Pero cuando la miramos por delante, nos encontramos una horquilla invertida, desproporcionalmente grande respecto a la moto, rematada por un ancho neumático delantero. Aquí no sé si MH ha querido imitar a la Suzuki VanVan, o darle un toque bobber. Eso sí, ambos neumáticos son mixtos, queriendo dar al conjunto una apariencia de scrambler, que queda por completo olvidada cuando vemos el colector de su escape saliendo por debajo, sin protección alguna. Por último, mencionar los espejos en los extremos de los semi manillares, queriendo de nuevo volver a la imagen café racer, pero consiguiendo únicamente entorpecer el paso entre los coches cuando circulamos en ciudad.

Esta mezcolanza, rica en cantidad de ingredientes, pero no así en cuanto a emulgentes que hagan de todo una mezcla homogénea, quedó bautizada en mis adentros como la BatiCao sevillana (MH son las siglas de Motor Hispania). Esta BatiCao se presenta como una moto sencilla, de imagen aparente para el profano y de funcionamiento suave y sencillo para el principiante. Lástima que esa suavidad del motor se refleje exponencialmente en la respuesta de este. Un motor carente de bajos por completo, con un escalonamiento entre primera y segunda que la deja fuera de cualquier prueba de aceleración a la salida de un semáforo y que, a pesar de su anodino sonido, vibra en alta lo suficiente como para dormirte las manos y las innombrables, después de un trayecto de autovía no demasiado largo. Sus suspensiones, carentes de poder de absorción alguno, te hacen saltar los empastes en cuanto te descuidas: secas, duras y dignas de una moto de trescientos kilos. ¿A quién de MH se le ocurrió poner semejantes patas de silla por suspensiones? He de apuntar algo realmente positivo en la Bogga: su claxon. Parece una tontería, pero es el mejor claxon de serie que he probado en mi vida. Bitono, con suficiente potencia para hacerte notar, debería ser montado en todas las motos del mercado por decreto ley.

Mítica película de mi adolescencia

El precio de compra de esta 125, 2495€, hace que sea el objetivo perfecto para principiantes en el mundo de las motos. Sin embargo, la calidad esperada en una moto nueva, aunque sea de tan bajo precio, tampoco está a la altura. Cuando recogí la moto, esta arrancaba y se paraba al instante. La quería subir en mi remolque, para llevarla a casa y desde allí empezar a probarla. Malamente conseguí subirla en los pocos segundos que el motor se mantuvo en marcha. Anotar que me la entregaron con más mierda que el palo de un gallinero, con lo que la primera impresión ya no podía ser peor.  Al llegar a casa, tuve que tirarla cuesta abajo en el garaje comunitario, para que se pusiera en marcha. Vale que era una unidad de prueba, ya con cierto tiempo (2017) y con algo más de dos mil kilómetros. Pero con esa edad y uso, uno se espera que la moto esté casi a estrenar. Supongo que la fabricación china de este modelo pseudo español, hace que la vejez pueda llegar más prematuramente de lo que uno espera.

Rayo McQueen dando lecciones a todo milenial.

Aunque está claro que el que realmente está envejeciendo soy yo, al permitirme hacer públicos comentarios sobre las nuevas generaciones. Justo esas que nos tendrán que pagar la pensión a los que nacimos en aquellos dorados años de transición. Y si eres un joven milenial, o generación Zeta y te hallas leyendo este singular artículo, déjame despedirme con dos comentarios: Gracias por dedicar tu tiempo a leer. Es importante saber todo cuando uno cree que ya lo sabía, solo por el hecho de ser joven. Y, en segundo lugar, déjame recordar aquel día encima de la Tuareg Rally 125 y ese otro encima de la Bogga 125. Días de Trueno comparado con Cars. El Sargento de Hierro, comparado con Toy Story. Motos que forjaban jóvenes hombres, comparado con motos para chavales que se hidratan la barba con acondicionadores olor lavanda. Nos vamos a extinguir.


Uves y ráfagas. 

J. Gutiérrez. 


miércoles, 28 de julio de 2021

Rollie Free y la velocidad absurda

 


Se pasa el tiempo que uno ni se entera. Una década, nada menos que 120 meses, se me han pasado en dos pestañeos. Si miro atrás en mi vida y sobre lo que pasaba hace justo 10 años, me encontraba en un momento de recuperación en todos los sentidos. Profesional, sentimental, personal y redescubriendo lo que significaba vivir con más tranquilidad que preocupación. Hace 121 meses, concretamente en septiembre de 2011, se celebraba la segunda scooterada, o concentración de scooters clásicos, de Vesperdidos en Valladolid. Y aquel épico sábado, de tranquilo tuvo poco. 

El día de 2005, cuando compré aquella Vespa 200

Un año antes, 2010, me tuve que desvincular de la colaboración en la organización de esta reunión, por diversos motivos. Mi vida era demasiado compleja en aquel momento y la organización de un evento así requiere de tiempo y capacidad de asumir diferentes dificultades. Yo no era capaz y me eché a un lado, con la comprensión de algunos amigos y la decepción y desaprobación de otros. Pero al año siguiente las cosas habían cambiado. Habían cambiado tanto que ya no tenía ni Vespa, pero sí ganas de participar ese fin de semana en la ruta, comida y actividades. Para ello, Alex, el actual propietario de mi antigua Vespa 200 DN, se brindó a dejármela durante la scooterada y así poder participar y pasarlo bien con el resto. Él llevaría su 125s de 1965, pudiendo así afrontar las diversas tareas que toca hacer cuando se organiza una ruta así. 

Fotograma de la salida de la ruta

Tengo vagos recuerdos de la noche del viernes e incluso de la ruta en sí, el sábado por la mañana. Pero lo que tengo grabado a fuego es la ruta de regreso, después de la comida. La ruta había transcurrido por diferentes carreteras comarcales de la zona. Pero con el fin de aligerar el regreso y poder descansar algo antes de volver a salir para las actividades de la noche, unos cuantos cogimos un tramo de autovía. De ese grupo, los que teníamos floja la muñeca derecha nos distanciamos del resto, poniendo a tope las humildes mecánicas. Los alumnos aventajados del pelotón llevábamos diferentes modelos de Vespa 200: yo la DN de Alex, alguna TX, una PX y similares. Y lógicamente la guerra de rebufos entre nosotros empezó a ser clave para poder mantenerse en esa carrera, siempre dentro de la más estricta legalidad, en cuanto a velocidad máxima se refiere. 

La Vespa es aerodinámicamente poco favorecida

La alegría duraba muy poco. El rebufo de la Vespa que te precedía te arrastraba. Y al adelantar, el peso del viento caía sobre ti. En menos de cinco segundos, otro avezado escuterista se aprovechaba de tu estela turbulenta y te adelantaba. En aquel momento, todos agachados detrás del cabezón de la Vespa, se me vino a la cabeza Rollie Free, batiendo el récord del mundo de velocidad en Bonneville, más de medio siglo atrás. El experimentado piloto desproveyó de todo lo superfluo al conjunto moto piloto, incluyendo esto su propia vestimenta, salvo un bañador ajustado, un gorro de ducha y un par de zapatillas prestadas. Y adoptando la forma más aerodinámica posible, acoplaba su cuerpo completamente horizontal, sobre su Vincent Black Lightning, consiguiendo así los notorios 241.9 km/h que le valieron el récord. 

Rollie Free en Bonneville, 1948

No me lo pensé dos veces. Eché el culo todo lo atrás posible, estiré mis piernas hacia atrás, volando estas sobre el final de la Vespa y con mi cuerpo, brazos y piernas en paralelo con el suelo, me escondí detrás del escudo. El pobre motor de la DN ya iba a tope desde hacía varios kilómetros. Pero aprovechando el rebufo de otra Vespa, que a su vez estaba superando por rebufo al primero del pelotón en ese momento, la aerodinámica me favorecía y la Vespa “volaba” rozando los 120 km/h. Mi mirada, fijada entre el escudo y el manillar de la Vespa, solo me dejaba ver la cara de sorpresa, risas y entusiasmo de los otros. Entre risas y concentración, me empezaba a distanciar unos metros de la cabeza, cuando me doy cuenta de que a mi lado y en paralelo por mi izquierda, un coche familiar, con matrimonio, hijos, perro y maletas, me miraban estupefactos e indignados, después de habernos adelantado a todos. Seguramente el coche circulaba a 125 km/h, sorprendido de ese grupo de locos, que iban haciendo el ganso en el carril derecho de la autovía. En ese momento, un jarro de agua fría en forma de realidad, decoro, vergüenza y dignidad, me hacían recuperar la posición erguida, sin saber casi a dónde mirar. No pasaron dos instantes, cuando el resto me volvía a adelantar, perdiendo así la batalla de velocidad más notable de aquel día.

El día de 2010 cuando vendí aquella Vespa 200

Como siempre que se rueda en grupo, lo mejor fueron las risas de después, comentando la jugada. Eso y que todos nuestros motores quedaron “carbonilla free” durante aquel momento de estrujón, en el que la idea de un gripaje nunca pasó por nuestras cabezas. Para la tranquilad de los más conservacionistas, he de decir que aquel motor aguantó muchos kilómetros más, sin tenerse que abrir o reparar. Viajes, concentraciones, uso diario… aquella Vespa DN tenía ganado mi apodo de “La pobrecita” y así se portó siempre. Una sufridora en casa de manual. Rollie Free murió en 1984, después de haber batido diferentes récords, menos el de velocidad máxima sobre una Vespa de serie en una autovía de Valladolid. Ese récord, extraoficialmente, he de adjudicármelo por aquel día, que ahora recuerdo no sin cierta añoranza. Vesperdidos, va por vosotros. 

Uves y ráfagas. 

J. Gutiérrez. 


miércoles, 5 de mayo de 2021

Be patient, my friend

Los tres más grandes de los 90

Hace mucho que no escribo sobre MotoGP y no es por ganas. Pero el exceso de información que tenemos con cada piloto hace demasiado fácil encontrar puntos de vista similares a los de uno. Sin embargo, con todo lo que se ha hablado de Marc Márquez, su lesión y su vuelta, creo no haber leído en ningún sitio sobre la similud de su regreso y el de uno de los grandes de la categoría reina, después de una terrible lesión: Michael Doohan. 

A río revuelto, también en Assen 92

En la misma carrera en la que nuestro querido Alex Crivillé ganaba su primera carrera, Assen 1992, Doohan sufría un aparatoso accidente que le haría perder el colchón de puntos que le separaban de su primer campeonato mundial. El calvario que pasó el australiano para salvar su pierna fue inhumano. Más cerca de perderla que de conservarla, la atención quirúrgica recibida justo después de la carrera, resulto el comienzo de un calvario que pasaría por llegar a tener cosidas ambas piernas, para que la lesionada tuviera circulación sanguínea de la sana, o tener la pierna doblada más de 20 grados. Finalmente, tuvo que llevar una aparatosa estructura externa para poder enderezarla y pasar todo el año siguiente, 1993, sufriendo para poder subirse y ser competitivo con su NSR 500. 

Un auténtico calvario

Después de eso, cinco títulos consecutivos. 5, cinco, five, cinq, fünf. Los campeonatos de 1994, 95, 96, 97 y 1998 llegaron incluso a ser aburridos por el dominio brutal del australiano. Echando cuentas, a Doohan le costó más de una temporada completa el volver a dominar. El final de la temporada 1992, el invierno a base de operaciones, toda la temporada 1993 luchando sobre la moto, para que en 1994 empezara a dominar con contundencia. Traslademos ese ejemplo de lucha y pundonor a uno de nuestros más aguerridos corredores de la categoría reina: Márquez. Y sí, las semejanzas, aunque en una escala menor, recuerdan al regreso de Doohan. 

Dominio férreo y aburrido

Si bien a ambos, Doohan y Márquez, el ansia por volver a subirse encima de la moto les pasó factura (Michael por ser operado en Holanda la misma tarde del accidente y Marc haciendo flexiones y “el animal” con la placa de su brazo recién atornillada) el apetito de victoria de ambos pilotos es similar. Me lleva esto a la primera entrevista que leí de Wayne Rainey después de su trágico accidente en Mugello 1993, donde quedó atado a una silla de ruedas para siempre. El californiano decía que no echaba de menos andar, correr, hacer el amor con su mujer o ni siquiera montar en moto. Echaba de menos ganar. La sensación de victoria era lo que le había enganchado a conseguir sus 3 campeonatos mundiales. Y esta extraña adicción parece afectar también a nuestros protagonistas de hoy. 

Unidos por la marca, el patrocinador y el pundonor

Cuando en el primer entrenamiento del pasado GP de Portugal, hace unas semanas, Marc marcaba una tercera posición, todo el mundo pensó: ¡qué animal! Y así era. La realidad es que el vía crucis que lleva durante este año de lesión, va a marcar su regreso al podio. Y eso no es nada malo. Eso es lo natural, lo normal en todo ser humano. Pero lo que no puede pretender todo ese exceso de información que tenemos en los cientos de medios en la red, es que enterremos a un superhombre por el hecho de no serlo. No olvidemos que es nuestro segundo piloto con más títulos y el cuarto a nivel mundial detrás de leyendas como Hailwood (15), Nieto (12+1) y Rossi – Haiwood – Ubbiati (9). Querer enterrarlo ya, a sus solo 28 años, es de ser negacionista de este deporte. 

Una cicatriz, bien vale 8 títulos

Marc tiene que recuperarse poco a poco. Tiene que coger el ritmo. La clase ha avanzado mucho mientras él se saltaba las lecciones del año pasado. Un año, 2020, en el que hubo 9 ganadores diferentes, en tan solo 14 carreras. A río revuelto, ganancia de pescadores. El que más o el que menos, el año pasado aprendió lecciones muy valiosas que antes no llegaba a entender con el dominio habitual de Marc. Mir ha aprendido a ser paciente. Quartarano ha tenido que aprender a gestionar la presión de ganar un campeonato y no solo carreras. Rins a ser igual de luchador que siempre, pero más constante. Maverick ha aprendido a qué cosas nuevas puede echarle la culpa de su irregularidad. Y no olvidemos los alumnos aventajados con los CV extra de Ducati: Bagnaia, Miller, Zarco e incluso el maltrecho Jorge Martín, que volverá a estar ahí en cuanto se recupere de sus lesiones.

Foto, pero sin el delegado de clase

Hay que ser pacientes y esperarle. Los grandes campeones siempre vuelven y Márquez tiene todo este 2021 para tomárselo con calma, coger de nuevo el ritmo y volver a enseñar a la clase una lección sobre dar espectáculo encima de una moto. Paciencia. La misma que debió tener Doohan durante todo 1993. La misma que Marc no tuvo al comienzo de 2020 y debe haber aprendido de cara a todo lo que queda de 2021. 

Uves y ráfagas. 

J. Gutiérrez. 

lunes, 26 de abril de 2021

Sildavia y el condado de Greenbow, Alabama.

Corre, Forest, corre!

No, no he cambiado el tema principal de El Anecdotario de la Moto. No quiero hablar de cine, ni de música. Pero hacía mucho que, completamente sin querer, no me marcaba un Forest Gump de manual. Desafortunadamente no me he convertido en un millonario copropietario de una multinacional informática al que le gusta cortar el césped. Solo me pasó que salí de casa y se me fue de las manos. 

Al igual que a Forest, que al llegar a la verja de su casa corriendo continuó por el camino y al llegar a Greenbow continuó corriendo y al llegar al límite del condado de Greenbow continuó corriendo y al llegar al límite del estado de Alabama continuó corriendo y... Yo no tenía por delante años sin tener que trabajar. Pero sí que tenía por delante un sábado sin obligaciones, ni planes en firme. Así que bajé al garaje, que es donde paso muy buenos momentos de mi cotidianidad. Mi DRZ 400 estaba llenita de polvo. La última ruta, el fin de semana anterior y en grupo, la dejaron cubierta de polvo hasta en el último de sus rincones. Así que pensé el lavarla. Sin embargo me daba pereza el organizar la pequeña logística que monto para limpiarla: manguera, Karcher, alargador de corriente, jabones, etc. No es que suponga un gran esfuerzo, pero a esas horas de la mañana del sábado simplemente no me apeteció. Así que pensé: cojo chaqueta, casco, guantes y subo al pueblo a lavarla. Como hacía un poco de frescor matutino primaveral, también me puse una braga de cuello de tela fina. 

Desde el arcén

Y así, en plan paisano sin mayor pretensiones que recorrer los cuatro kilómetros que me separan de la gasolinera más cercana y volver, me puse en marcha. Al llegar a la gasolinera de Navas del Rey, reposté para tener monedas con el cambio. Pero los lavaderos con agua a presión estaban cerrados. Pregunté y me dijeron que estaban averiados. Así que sin pensarlo mucho me dije: bajo al siguiente pueblo, Pelayos, donde también hay gasolinera. Acababa de cruzar la verja de la casa corriendo, pero todavía no me había dado cuenta. Sin ganas de complicarme la vida, enfilé la carretera. Mi DRZ es la versión S, o sea que se puede considerar una trail ligera. O una trail enduro, según sea el propósito de ese día. En carretera se defiende, siempre que no pidas peras al olmo. Te deja desplazarte al ritmo del tráfico y sin tener que estar pendiente de rebasar los límites de velocidad. Y así, pensando en que a 90 o 100 Km/h la DRZ va realmente cómoda en carretera, llegué a Pelayos. Y para mi sorpresa, la gasolinera estaba a rebosar y el lavadero con cola. Y sin pensarlo mucho, decidí seguir hasta el siguiente pueblo, San Martín de Valdeiglesias. 

Adivinad: en San Martín tampoco paré. Ya había atravesado el límite del condado de Greenbow, Alabama y en ese momento me encontraba tan cómodo en la moto, con la temperatura justa como para poder disfrutar del paisaje, que me dejé llevar. Hacía mucho que no recorría esa parte del Valle del Tiétar y en ese momento, entre nubes y claros, me pareció la mejor idea para ese sábado. A pesar de ser la continuación de la carretera que siempre me lleva hasta Navas, reconozco que he recorrido poco la M501. El campo estaba precioso y la carretera con muy poco tráfico. Llegué a Santa María del Tietar y en ese momento caí en la cuenta que ya había atravesado el límite del estado de Alabama (Comunidad de Madrid) y había entrado en el estado de Misisipi (Ávila). Me detuve en el margen derecho de la carretera y la realidad de las restricciones de movimiento entre comunidades autónomas agitó mi plan improvisado. 

Mas allá de Greenbow, Alabama.

En ese momento lo último que me apetecía era darme la vuelta y volver. Eran sobre las 11 de la mañana, no había visto control por parte de la autoridad y el sol, que de vez en cuando se colaba entre las nubes, no hacía mas que insinuarme que el día era largo y que la ocasión bien merecía correr ese pequeño riesgo. Por buscar algún punto negativo en ese momento de inflexión, diría que ya sentía algo de frío en las manos. Haría unos 12 grados y aunque en vaqueros y zapatillas se iba bien, las manos las llevaba protegidas por unos guantes Alpinestars de campo, que son finos como los de un cirujano. Bah ¡si las manos no son del cuerpo! ¡Embrague, primera y adelante! Sotillo de la Adrada, La Adrada, Piedralaves y la carretera no hacía más que pasar. Ya no pensaba en Greenbow, sino en saber hasta dónde quería llegar. Paré de nuevo a mirar Google Maps en el móvil y justo en ese momento pasó delante de mi un autobús de línea. Una bombillita dentro de esta cabeza llena de cosas inútiles me recordó aquella vez, hace 30 años, en la que no pude seguir adelante con mi Puch Cóndor, para llegar a Aldeanueva de Santacruz e ir a ver a una chica con la que me carteaba entonces. Ya había mencionado aquella aventurilla por aquí: Colgado como un paraguas.

No estaba en la carretera más adecuada, pero pensé en seguir hasta Arenas de San Pedro, subir el Puerto del Pico y adentrarme en Gredos, cogiendo la carretera de Navarredonda de Gredos. El plan que ideé de adolescente para hacer con mi pequeño ciclomotor, recorría solo carreteras comarcales, en principio más adecuadas a su escasa potencia, con menos tráfico y con menos distancia a recorrer. También la DRZ se movería con más soltura en las comarcales que en las nacionales. En aquel momento me hizo ilusión este plan, así que terminé el Valle del Tietar con un sol agradable y enfilé la subida del Puerto del Pico, desde Ramacastañas. El frío en las manos ya empezaba a ser molesto. Pero la diversión de las curvas de El Pico, me hacían olvidarlo todo. No recordaba el buen asfalto, el espectacular trazado, las imponentes vistas y esos mojones indicando la distancia a Ávila en leguas, que deben tener más de un siglo de antigüedad. 
Eso es agarrarse a la tierra

Cuando llegué a Navarredonda, mis manos estaban heladas. Llevaba unos 130 kilómetros, a 90 o 100 Km/h, más dos paradas, con lo que ya era cerca de la 1 de la tarde. Paré a repostar en la gasolinera que hay en medio del pueblo. Llené el depósito y al ir a pagar en la tiendecita de la estación de servicio, me llevé una grata sorpresa. Debido a la cercanía del pueblo con la Plataforma de Gredos, la cantidad de caminantes que se aventuran en la abrupta sierra es considerable. Con lo que aprovechando la demanda de los viandantes, en la tienda de la gasolinera tenían diferentes prendas de abrigo en venta. No pude resistirme a coger unos guantes de montaña, baratos (12€) y que seguro que abrigarían más que mis vistosos Alpinestars. Manos calientes, depósito lleno y una de las carreteras que atraviesan Gredos a mayor altura por delante. Al consultar en Maps el recorrido y con el fin de no abandonar las comarcales, tenía que coger un desvío en Aliseda de Tormes. El nombre de Aldeanueva no aparecía por ningún lado y la sensación de andar un poco perdido fue una constante durante esa parte de la ruta. Sensación agradable, todo sea dicho. 

Me pasé un desvío, hacia La Lastra del Cano y sin quererlo me encontré en un pueblo llamado Navasequilla. Allí terminaba la carretera. Y después de errar buscando una continuidad de esta, me di cuenta que el pueblo estaba completamente vacío. Allí mismo, al consultar de nuevo Maps, tuve curiosidad por saber de esta pequeña villa. Vacío, pero habitado. Las casas estaban todas cerradas, pero no abandonadas. Wikipedia decía poco más que es una de las localidades a más altura del país y que solo tiene 66 habitantes. Pero aquel día, ni uno de ellos se encontraba en el pueblo. Vacío completamente. Ni un alma. El silencio que solo puede encontrarse en un páramo así, me sobrecogió. No es especialmente bonito. Pero alejado de todo, o a diez minutos de todo lo que alcances a ver. En esa paz, consultando el móvil, pensé qué habría sido de mí con 16 años, ni un mísero mapa en papel y nadie a quien preguntar sobre cómo llegar a Aldeanueva de Santacruz. Menos mal que aquel día se rompió la cadena de la Puch solo 20 kilómetros después de salir de casa. 
Mi destino a la vista

Ya corrigiendo mi ruta y desviándome hacia La Lastra del Cano, la canción de Sildavia de La Unión empezó a sonar en mi cabeza. Aldeanueva bien se podría haber llamado Sildavia y no aparecer en los mapas. Sabía que a esa pequeña localidad se accedía con más facilidad desde Barco de Ávila, porque desde la ruta que yo estaba siguiendo, no había ni un mísero cartel indicativo. Y con el "no tengas miedo de perderte, no" y con el "el tiempo pasa tan despacio en Sildavia", la estrecha comarcal seguía pasando debajo de las ruedas de la DRZ. Errante en busca de un lugar, pregunta primero en tu imaginación, Sildavia no se haya en los mapas... Eran demasiadas similitudes las de ese momento con la canción. Y justo en ese instante de canturreo, en medio de una curva a izquierdas, me encuentro con un mirador con una placa conmemorativa. Ya estaba en el término municipal de Aldeanueva de Santacruz. Solo me separaban dos o tres kilómetros del pueblo y ahora empezaba de nuevo a pensar en Forest Gump llegando al mar y cantando la canción de la Unión. 
No aparece en los mapas, no.

Aldeanueva es el típico pueblo castellano, pero con ciertos guiños a la conservación de su patrimonio. Recorrí las calles del pueblo, en las que solo algunos perros tumbados al sol se extrañaron de mi presencia. Al girar una calle, una perrita mestiza, con las tetas colgonas de estar amamantando, se sobresaltó al verme entrar en moto en la calle. Me dio lástima y detuve el motor de la DRZ. Al llamarla con un tono de voz cariñoso, la pobre perrita se acercó y se dejó acariciar. Cerraba los ojitos de gusto, como si no hubiera recibido un gesto amable en años. Justo entonces, una voz de mujer me grita desde una ventana: ¡Llévatela, que está todo el día preñada! Me giro y veo una señora en bata, de unos 70 años, que desde la terraza de la primera planta de su casa me vuelve a gritar: ¿Y tú de quién eres? que no te conozco! Yo la contesto: No soy de aquí, señora. Estoy de paso. Y la señora, entre gruñidos indescriptibles para el oído del foráneo, se dio la vuelta, mientras la perrita se dio por satisfecha con la ración de cariño recibido y se volvía a tumbar al sol, en medio de la calle. 

Aldeanueva al fondo

¿Y ahora qué? En la vuelta podría aprovechar, subir el Puerto de Peñanegra, que sale desde Piedrahita y que es famoso, no por el trazado, sino por haber sido sede del Campeonato Mundial de Parapente durante bastantes años. Es un puerto largo, retorcido y que me dejaría enlazar de nuevo la carretera hacia Navarredonda de Gredos cerrando así el círculo. Ya eran las tres de la tarde cuando llegué a la cima del puerto, donde no había ni un alma. No me crucé con un solo coche ni en la subida, ni en la bajada por la vertiente sur. Me hacía falta una jornada así, de moto, carretera, pensar en todo, pensar en nada, cantar mentalmente e imaginarme a Forest Gump cantando canciones de La Unión. La moto cura todo ¡incluso la locura! 
A 1909m de altura: Peñanegra

Cuando llegué a casa había hecho 350 kilómetros ¡Y sin lavar la moto! Menos mal que no fumo, porque hubiera sido el día perfecto para irme a por tabaco a varios cientos de kilómetros. Pero no, solo crucé la frontera del estado de Alabama y volví a casa a media tarde, con ganas de que se acaben todas las restricciones y hacer más y más kilómetros. 

Uves y ráfagas. 

J. Gutiérrez.