Si cuando llega el calor del verano echas de menos el frío invierno, pero cuando llega este tampoco te sientes a gusto en moto, tienes un problema. Y aunque es obvio que las inclemencias del tiempo nos azotan a todos los motoristas por igual, no todos las sentimos de la misma forma. Es por esto por lo que normalmente realizo más kilómetros en moto cuando la temperatura baja de los 20° que durante el verano. Si a las altas temperaturas sumamos la equipación motociclista básica, lo lógico es evitar montar en moto durante el día y aprovechar los últimos rayos de sol para mitigar el ansia de hacer una ruta, por pequeña que sea.
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| ¡A sudar! |
Este pasado mes de agosto quedamos en dar una vuelta a última hora de la tarde con una pareja de amigos. Conjugo en plural porque yo también iba acompañado por mi consorte. Como salíamos desde Navas del Rey y no teníamos demasiados minutos de luz natural, tampoco nos podíamos recrear en ir demasiado lejos. El Valle de Iruelas me pareció una opción más que aceptable, con lo que nos dirigimos hacia allí. Este paraje es siempre una apuesta segura, siendo además el estío una época muy recomendable debido a la frescura que proporcionan sus frondosos bosques. Sin embargo, he de reconocer que casi siempre que he visitado el valle me decanto por continuar la subida hacia el Alto de Casillas, sin recrearme sobre toda esa otra parte que se extiende hasta La Rinconada.
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| El Valle de Iruelas desde el Alto de Casillas |
Llegaríamos al comienzo del valle sobre las nueve de la noche. Todavía quedaba algo de luz, con lo que nos daba tiempo de disfrutar las vistas. Pero en mi ansia por sentirme perdido, una de las sensaciones más agradables que conozco en este mundo tan sumamente controlado, decidí tirar hacia La Rinconada, intentando explorar un pequeño camino que supuestamente enlaza toda esta vertiente del Pantano del Burguillo con Navaluenga, pueblo al que siempre he accedido por carretera, desde el otro lado del embalse. Nada más llegar a La Rinconada, sus estrechas y encementadas calles dejan adivinar el poco tránsito de gente que tiene este pueblo tan aislado. Igualmente, debido a su pequeño tamaño, rápidamente me doy cuenta que estamos ya al otro lado del pueblo, cogiendo una pista de arena de la cual tengo dudas que tenga salida. Aun siendo una maniobra aparatosa para dos motos de bastante más de doscientos kilos y con dos personas encima, decido dar la vuelta a los cien metros escasos de pisar lo marrón.
Con cierta desilusión por no encontrar paso y mientras encarábamos el pueblo de nuevo, volví a intentar buscar ese enlace perdido con Navaluenga, metiéndome en una cuesta también encementada. Esta nos mostró su final en escasos metros, convirtiéndose en un camino escarpado solo apto para endureros bien preparados. Allí mismo, al principio de ese camino, apareció un hombre calvo a pie, tirando de la rienda de un caballo desensillado. Él bajaba y se aproximaba hacia donde nosotros estábamos de nuevo maniobrando para dar la vuelta. He de reconocer que mis prejuicios de la gran ciudad me alertaron, debido a las pintas de este señor, el cual avanzaba desnudo de torso, con un pantalón de chándal que ya era viejo hacía 15 años y dejando entrever unas facciones más propias de un toxicómano que de un ex toxicómano. Y sí, culpadme de lo que queráis, pero mis ojos me dijeron que poco nos podría aportar este hombre en esa situación.
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| No era DJ Pastis, pero casi. |
No así lo debió pensar mi compañero de ruta, quien con un golpe preciso de gas se aproximó directamente al jinete desmontado para preguntarle: Oiga, perdone, ¿sabe si ese camino (señalando a la calle de donde veníamos antes) lleva a Navaluenga? A lo que el calvo respondió: ¡Fijo que sí! Además, con esas motos que lleváis, pasáis sin problema hasta Navaluenga. Y claro, ante tal afirmación, mis compañeros de ruta, incluyendo a mi consorte, pensaron con unanimidad: Vale, ¡pues vamos! Así que de nuevo entramos en la calle anterior y cogimos la pista de tierra que ahora distinguí que discurría entre diferentes parcelas urbanizadas y en la que se apreciaba tránsito habitual de vehículos. Fue cuando mi cabeza empezó entonces a lamentar mis prejuicios. Seguramente ese pobre hombre sea de la zona y simplemente el desgaste del trabajo en el campo con estas temperaturas le haga tener esa apariencia. Qué mala persona soy – lamentaba entre remordimientos. Pero el camino, nada más dejar de lado las parcelas habitadas, empezaba a mostrarse sinuoso, con subidas, bajadas, no muy bacheado, con arena fina en algunos puntos, pero transitable para nuestras elefantas cargadas con dos personas a su lomo.
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| ¡Se nos hacía de noche! |
Se nos echa encima la noche y aprovechamos para parar y fotografiar el ocaso, justo en un punto en el que el camino dejaba ver la amplitud del Pantano del Burguillo, ya habiendo recorrido cinco o seis kilómetros desde que seguimos el consejo del calvo. Rápido resuello, nos secamos el sudor, tomamos dos fotos y seguimos el camino, ya con la certeza de que lo íbamos a terminar de noche. Recorreríamos otros dos o tres kilómetros, cuando la naturaleza del camino cambia radicalmente. De ser un camino normal, tirando a estrecho, este se convierte en dos rodadas a los lados, con un apreciable montículo en medio. Pero es justo al pasar una última finca, la cual también parecía habitada, cuando el camino se escarpa en un pedregal. Si hubiéramos ido solos, con una trail ligera como las que han pasado por nuestras manos no hace muchos años, con decisión, algo de velocidad y modulando el gas, podríamos haber superado esa rampa. Con nuestras elefantas, una África Twin Adventure y una VStrom 1050 DE, sin ser Pol Tarrés o Toni Bou y además cargando con nuestros “Pepito Grillo” de pasajero, aquello era un obstáculo insalvable. ¡Puto calvo!
Sabía yo que no era de fiar. Bueno, yo no, sino mis prejuicios de la gran ciudad. No sé si por vacilarnos, o por simple maldad, el calvo nos había mandado a una encerrona en la que llevábamos metidos ya media hora de camino, se nos había hecho de noche y de la que estaba claro que no íbamos a salir llegando a Navaluenga. Nuestras chicas se desmontaron y volvieron andando hasta la última finca que habíamos pasado. Mientras tanto, mi amigo y yo dábamos la vuelta a las motos en el estrecho camino, ya cuesta arriba. Estábamos en esos puntos en los que en un momento de la maniobra te encuentras con que no llegas al suelo con ninguno de los pies, debido a la inclinación del terreno y la perpendicularidad en la que moto y conductor se encuentran. No sin más sudor del habitual, enfilamos las motos cuesta abajo, justo cuando ellas ya estaban de vuelta. Según las palabras de unas señoras que las atendieron en la finca: ¡uy, no! Para allá solo podéis pasar andando, porque además después el sendero es muy estrecho y apenas pasan ni las bicicletas…. ¡Puto calvo! Con resignación, de noche y con mi cabeza habiéndose dejado de lamentar hacía ya rato, retomamos el camino de vuelta dirección La Rinconada.
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| Llegó la oscuridad |
Y si de ida el ritmo había sido lento, de vuelta sin luz natural, se me hizo eterno. Tanto fue así que cuando llegamos al pueblo nos detuvimos en el único bar del mismo, sito en la pequeña plaza que te encuentras al atravesarlo. Allí nos refrescamos, picamos la tapa que nos sirvió la señora que regentaba el local y seguimos ruta, ya por carretera, para salir del Valle de Iruelas, atravesar El Tiemblo y volver a Navas. Fue en ese momento cuando de verdad disfrutamos de la moto, a pesar de la oscuridad. El viento fresco rebajaba nuestra temperatura corporal haciendo del recorrido lo más agradable de la velada. Pero claro, yo sigo sin saber cómo enlazar el Valle de Iruelas con Navaluenga y al menos hemos podido bautizar ese camino sin salida como La Ruta del Calvo. El verano que viene, lo intento de nuevo…
Uves y ráfagas.
J. Gutiérrez.




