sábado, 1 de diciembre de 2018

Es mejor dar, que recibir.


En esta época en la que lo políticamente incorrecto está tan mal visto, e incluso te pueden juzgar y condenar por hacer o publicar chistes ofensivos, el título de esta entrada puede parecer tener doble sentido. Pero no. Nada más lejos de la realidad. Yo, que aún no soy padre, he de reconocer que no hace demasiado tiempo entendí plenamente a los padres que dan todo por sus hijos, antes que tenerlo ellos mismos. Me refiero a algo material, tangible y que todos podemos adquirir.

Mi padre heredó de mi abuelo una veterana Lambretta LD125, allá por el año 65. La Lambretta fue adquirida nueva por mi abuelo, creo que en el año 55 en un concesionario Lambretta en la calle Ferraz, de Madrid. Fue el vehículo familiar, como tantos scooters en aquellos años. En ella se montaba mi abuelo y entre sus piernas había construido un banquito para que la hermana menor de mi padre montara. Detrás de mi abuelo iba mi padre, luego mi abuela y en el trasportín aún quedaba sitio para los enseres de camping, en aquellas excursiones de domingo al río Jarama. Pero no queda ahí la alta ocupación de la pobre Lambretta. El perro también iba con ellos. Muy hábilmente, el can iba de pie en el suelo de la moto, con las patas delanteras apoyadas en el manillar. ¡Espacio optimizado al
Una LD, como la que mi abuelo compró en el 55. 
máximo! Y de esta guisa, durante muchos años, la sufrida motillo llevaba a la familia de un lado a otro, además de ser el vehículo de diario de mi abuelo para desplazarse a su trabajo. Así fue durante una década, hasta que adquirieron un 600 y mi padre heredó la Lambretta. El la usó durante varios años, ya siendo novio de mi madre. Pero en el año 69, después de muchos años de servicio, la barra de torsión de la suspensión trasera se partió. En aquel momento la reparación resultaba más cara que el coste del humilde scooter con unos 14 años de uso intensivo. Así que la moto vio el fin de sus días en la chatarra. Mis padres se casaron en aquel mismo año y uno después, compraron un Renault Ondine. Mi padre ya nunca más volvió a tener moto.

Como una gran mayoría de usuarios de la moto en aquella época, esta no era un objeto lúdico. Todo lo contrario. Lo funcional primaba entonces. Quien no tenía solvencia para poder comprar un coche, compraba una moto. Y cuando las cosas mejoraban y se prosperaba en la vida, la moto se vendía, o se tiraba a la chatarra si ya no valía y se compraban un coche. Gracias a aquella infancia al lomo de la
La Minicross de mi hermana.
Lambretta como pasajero y a aquella segunda juventud como conductor, con el paso de los años mi padre siempre tuvo en gracia a las motos. Nunca tuvo ningún susto serio, ni caída con consecuencias graves. Pero tampoco llegó a tener una moto propia. Aunque nunca nos faltó de nada, siempre hubo otras prioridades, como nuestra educación, las vacaciones familiares, una segunda residencia y muchas otras comodidades que pudimos disfrutar toda la familia. Tuvieron que pasar 14 años más para que otra moto pisara el hogar familiar. Por entonces ya corría el año 84. Mi hermana mayor había terminado con éxito la EGB y mis padres, en compensación por su esfuerzo, la regalaron una Puch Minicross Súper de segunda mano. Ya os he hablado de ella en alguna ocasión. Mis primeras excursiones como acompañante fueron con mi padre, por los alrededores de la urbanización donde compraron esa segunda casa que os mencionaba. Allí era habitual que la chavalería se moviera en todo tipo de ciclomotores. Y a pesar del temor de mi madre a estas pequeñas máquinas de disfrutar y herir con la misma facilidad, yo seguí la tendencia familiar y también fui recompensado por mi esfuerzo cuando terminé la EGB. Esta vez fue una Puch Cóndor III la que sufriría mi uso intensivo durante cinco años. A pesar de que más de un susto les di a mis padres con la pequeña 50, nunca tuve su oposición a tener motos de mayor cilindrada en los consecutivos años. Las dos Puch convivieron mucho tiempo en el garaje. La Minicross se convirtió en mi muleto y solo la usaba en caso de avería de la titular. Mi hermana apenas pasaba por allí ningún fin de semana, con lo que alguna vez pudimos salir juntos mi padre y yo en ambas motos. Al final la Minicross de mi hermana quedó arrinconada en el fondo del garaje, en total desuso. La Cóndor se vendió cuando llevaba el mismo camino de cuasi abandono.

Mi primera Vespa 200
El tiempo sigue corriendo. Llegó un momento en el que yo quise voluntariamente apartarme de la carretera. Dejar que la buena suerte descansara un poco. El garaje de la casa familiar dejaba, por primera vez en muchos años, de tener un huésped de dos ruedas. Mi madre también descansó en su constante preocupación con las motos. Pero al poco tiempo, año y medio aproximadamente, aquella primera Vespa 200 se cruzó en mi vida y volvió la alegría a nuestro garaje. Esta vez, mi padre pudo darse algún paseo esporádico con ella. Siempre había catado las motos que yo había tenido, aunque solo fuese dándose una pequeña vuelta el día del estreno. Pero la Vespa la podría coger algo más, aunque realmente fueron contadas las ocasiones que la usó. En aquellos años en los que estuve más involucrado en el mundo del scooter, pensé en más de una ocasión intentar restaurar una Vespa clásica para que el la pudiera utilizar de vez en cuando. Pero esto nunca pasó de ser una idea que no me vi capaz de llevar a cabo. Después de independizarme, vendí la Minicross y compré un scooter Malaguti para que hubiera en casa una motillo para hacer los recados. Con que fuese funcional para subir hasta el pueblo, nos bastaba. La pequeña Malaguti dio su servicio y de nuevo mi padre la utilizó cuando la necesitó. Pero la idea de que mi padre tuviera su propia moto empezó entonces a germinar en mí. Tuvieron que pasar algunos años más, idas y venidas personales y profesionales. Pero como no hay mal que cien años dure, a principios de 2015 decidí que era el momento de poder buscar una moto para el. Por entonces en mi trabajo se cobraba un bonus sobre el mes de Marzo y yo tenía claro que aquel año iba a ir destinado a hacerle este regalo.

Muy bonita, esta Sanglas 400
Siempre le habían gustado más las motos de corte custom. Recuerdo que a principios de los 90 alguna vez mencionaba de pasada que le hubiera gustado tener una Yamaha Special 250. Era una opción que yo sopesaba, pero no me terminaba de convencer. Pensé en casi todo tipo de motos, que estuvieran a mi alcance por precio y que no desmerecieran el paso del tiempo por ellas. Pensé entonces en una moto clásica y comencé a buscar una Sanglas 400. Para mi la Sanglas era un cacharro con poco atractivo, pero que no dejaba de ser la moto española de mayor cilindrada fabricada en serie. Los modelos E usados por la Guardia Civil eran los que más me gustaban por diseño, así que después de leerme medio foro del Club Sanglas, la historia de la marca, los modelos y los problemas que daban o dejaban de dar, encontré un anuncio en Madrid de una 400 muy peculiar. Sin marear mucho la perdiz llamé al vendedor, acordé una cita y un día en el hueco de la comida me escapé hasta Las Rozas a verla. El vendedor fue extremadamente amable conmigo. Me encantó la historia de la moto: ex moto de la guardia civil desde el año 76, se subastó públicamente 10 años después, pero solo el bastidor y una rueda. El comprador la montó con piezas de una lado y de otro y la vendió a quien me la vendía a mi en ese momento. Fue este último propietario quien se encargó de hacer una restauración completa, casera pero perfectamente rematada. Lejos de ser una moto de estricta serie, los pulidos en el motor, los guardabarros cromados, así como la horquilla y frenos de una versión posterior, la daban un toque precioso. La probé dentro de su garaje comunitario y tan solo un detalle me echaba para atrás: la altura del asiento. Pensé que sería fácilmente subsanable, así que acordé volver a verla con mi pareja, señalizarla y recogerla unas semanas después.

En un estado impecable
Precisamente en ese lapso de tiempo entre que la compra estaba decidida, pero no cerrada, fue la feria Classic Auto, que se celebra en el pabellón de cristal de la Casa de Campo. Y como caía en un fin de semana en el que no teníamos otros planes, fui con mi padre a ver los coches y motos, sin más afán que dar una vuelta. Precisamente en un stand de la agrupación de tráfico de la Guardia Civil, tenían una Sanglas 400 E, muy parecida a la que yo ya tenía apalabrada. Mi padre se quedó mirándola y comentó: ¡qué maravilla! En aquel momento a mí la camisa no me  cabía en el cuerpo. Sabía que el regalo le iba a pillar de completa sorpresa. Me esperaban unas cuantas noches de mal conciliar el sueño, esperando el momento de ir a recoger la moto y preparar el regalo. Compré unos amortiguadores Bétor, nuevos y casi 3 cm más cortos que los originales. También compré un llavero de Sanglas muy bonito y ambas cosas me llegaron por correo justo el día de antes a recoger la moto. Un compañero del trabajo me acercó a Las Rozas, ya que él vivía por la zona. El vendedor de la Sanglas me entregó la moto con el depósito lleno de gasolina, el dosier de la restauración que había realizado, así como toda la documentación antigua e histórica de la moto. Desde las Rozas volví hasta mi casa en una mezcla de nerviosismo y ansiedad por que llegara el Día del Padre, que fue la fecha que elegí para entregársela. Fui hasta casa por la carretera del parque de la cuenca alta del Manzanares, que une Hoyo de Pinares con Colmenar viejo. El pausado palpitar del monocilíndrico de la Sanglas, viendo Madrid a lo lejos y atravesando aquella retorcida carretera, se ha quedado en mi cabeza como uno de los momentos más bonitos que he pasado encima de una moto.

Era una moto muy agradable de llevar.
Pasó una semana. Monté los amortiguadores cortos y planeé una y mil veces en mi cabeza como dársela. El Día del Padre aquel año caía en jueves, pero quedamos el sábado siguiente para celebrarlo. Llovía, así que para no manchar la moto en los 50 kilómetros de trayecto que hay entre mi casa y la de mis padres, alquilé un remolque de moto cerrado a última hora del viernes. Montamos allí la moto y junto con mi pareja llegamos a nuestro destino. Después de entrar en casa y esperar a que mi madre terminara de arreglarse, le entregué a mi padre una cajita de regalo, con las llaves y el llavero de la Sanglas en su interior. Al principio, incrédulo, reaccionó diciendo: ¿una moto? ¿Me has comprado una moto? A lo que mi madre contestó de inmediato: ¿Cómo que una moto? Le di también la carpeta con toda la historia, la documentación, el dossier de la restauración, un casco nuevo y sin apenas mirarlo todo, ya queríamos ver la dichosa moto de inmediato. La verdad es que aquella Sanglas era preciosa. La sacamos del remolque, le enseñé el pequeño procedimiento para arrancarla y en menos de un pestañeo se montó encima, metió primera y salió calle abajo. En aquel momento me recordó a mi mismo, muchos años atrás: por mi 13º cumpleaños me regalaron una bici de BMX que fuimos a comprar a Otero,  la mítica tienda madrileña de la Calle Segovia. Y yo aquel día, nada más cruzar el umbral de la puerta de la tienda, me monté en la bici y me tiré cuesta abajo como alma que lleva el demonio. La gran diferencia entre mi padre y yo fue que al hacer yo el giro del cambio de sentido en la acera, estrené la bici pasando la bayeta de mi cuerpo por todo el suelo. Y mi padre giró la esquina de la calle con una soltura como si hubiera echado media vida encima de aquella Sanglas. Justo cuando le perdimos de vista, tuve una extraña sensación, por si le pudiera pasar algo. En aquel momento, muy emocionante para mi, por poder reglarle a mi padre algo con lo que yo llevo disfrutando casi toda mi vida, sentí aquello que os mencionaba en el primer párrafo. Mis padres me habían dado de todo durante su vida y me quedaba claro como el agua que es mil veces mejor dar, que recibir.

El día del estreno, más feliz que una perdiz.
Durante aquel día y los siguientes, estuvimos un poco medio flotando por la emoción de aquel precioso momento. Realmente hubiese dado igual que hubiera sido la Sanglas, una Honda o incluso una Vespa. Fue el día más feliz de mi vida sobre dos ruedas y eso que no iba yo encima de ninguna moto. Durante los siguientes meses hicimos algunos ajustes a la moto: pequeñas pérdidas de aceite, normales en estos modelos, rebajar la longitud del caballete, ya que era muy incómodo de poner, así como algunos otros ajustes que fue necesitando. Con la vibración habitual de este motor, nada fuera de lo normal. Pero es cierto que al tener ya casi los 40 años, se necesitaba hacer un mantenimiento más constante de ella. Además la Sanglas era un muerto de mover en parado. Pesaba más que un collar de melones, con lo que dificultaba mucho las maniobras en el garaje. Después de un año con ella y tras hablarlo con mi padre, decidimos venderla, no sin un poco de dolor, por lo bonita que nos parecía. Con lo que sacamos de la venta, un poquito menos de lo que me costó a mi un año atrás, compramos una Yamaha Virago 535, más liviana, de menor altura al suelo y más maniobrable. También más moderna, a pesar de ser de principios de los 90. Pero el tacto del motor,
La Virago está dando buen resultado. 
del cambio y la falta de prestaciones de la Sanglas, la apartaban del posible uso cotidiano, pasando a ser muy esporádico. Con la Virago mi padre se siente más cómodo, la conduce con más facilidad y también nos resulta una moto más que bonita, que me alegra infinitamente que siga disfrutando.

Con esta historia, para mi la mejor de las anécdotas que os haya podido contar hasta ahora, despido el blog. Han sido casi cuatro años contando mis historietas, mi peculiar punto de vista sobre el mundo de la moto y sobre todo, intentando sacar una sonrisa de todo lo vivido encima de ellas. Ha llegado el momento de recopilar las mejores, así como añadir algunas que aún quedan en la recámara, en otro formato que pronto os daré a conocer por aquí. Gracias por haber estado ahí, al otro lado leyendo esta parte de mi vida.

Uves y ráfagas.

J. Gutiérrez.