jueves, 15 de diciembre de 2022

Y por qué?


¿Hace cuánto que no sientes cosas nuevas encima de tu moto? Cuando ya piensas que estás de vuelta de todo, después de llevar años montando, después de haber probado todo tipo de motos, después de haberte iniciado en todas las disciplinas, después de haber pasado frío, calor, miedo, risas, sorpresas, después de llegar a pensar que ya estás de vuelta de todo te das cuenta que no has ido a ningún sitio.


Y no, no has ido a ningún sitio porque realmente quieres volver a sentir todo eso que la moto te ha ido enseñando durante los años. Siempre hay algo que engancha más. Algo que te atrae irracionalmente hacia ellas. En mi caso no puedo identificar una sola cosa, pero sí un gran conjunto de sensaciones. Como es la sensación de aceleración, la velocidad. El impacto de una tonelada de aire en el pecho cuando te levantas de detrás de la cúpula al ir a más velocidad de la que podrías justificar ante el juez que te mandará a la cárcel. Esa mirada fijada más allá de 500 metros. Todos tus sentidos concentrados en rascar ese último ápice de potencia de tu motor, buscando la estirada hasta el corte, o la zona de par máximo. El equilibrio dinámico al romper el efecto giroscópico de las ruedas y tumbar tu montura al límite, buscando la trazada más recta de esa curva tan sinuosa. O el golpe de inercia al levantarla, casi con violencia, para enlazar el siguiente giro en sentido opuesto.


Tu cuerpo calado hasta los huesos, tiritando de frío y maldiciendo por qué no te paraste hace media hora a ponerte el traje de agua. La esperanza de que el aire que te azota te seque y te devuelva la temperatura necesaria para volver a disfrutar el camino. Encontrar el carril seco, dentro del carril delimitado por líneas blancas, en el que tus neumáticos vuelvan a sentir el agarre necesario para volver a aumentar el ritmo. El pinzamiento de las cervicales que te provoca la forzada postura de los semimanillares de la deportiva más radical que había en ese momento y con la que nunca pensaste en viajar a un Gran Premio. Ese escalofrío de liberación que te recorre el cuerpo después de haber tenido el suficiente arrojo como para controlar la situación después de entrar completamente colado en esa curva a derechas. La falta de gravedad en el tren delantero mientras se libera toda la potencia sobre el trasero. La sonrisa, la carcajada, la cara de enamorado después de haber hecho el amor con ella a lo largo de tu tramo favorito de carretera.


El olor a lluvia en el campo. La primavera llegando y la temperatura perfecta para no tener que ir más pertrechado que una cebolla. El dolor de culo por la exagerada estrechez del asiento de tu moto de enduro, mientras tú te empeñas en viajar con ella por campo como si fuera una trail ligera. La torpeza de movimientos y reacciones de tu maxitrail por el campo, cuando te empeñas en sacar del agua al pez que mejor se mueve dentro de ella. Tu cintura retorcida mientras pierdes tracción adrede cuando el camino se gira más de lo que esperas. Ese abrir gas a fondo haciendo levantar y escupir tierra a tus compañeros de ruta campera, a sabiendas de que avanzarías más siendo más progresivo. El freno físico que impone el agua al atravesar el cauce de un riachuelo por ese vadeo que parecía tan fácil. Remar con tus piernas por ese sendero casi vertical y llegar a la cima con el corazón en la boca pero con la infinita satisfacción de haber subido.


El calor del asfalto, del motor, de los otros coches, en ese atasco en pleno mes de julio. El fuego del aire en tu piel al montar en tu ciclomotor trucado con el uniforme más playero que puedas imaginar. El resiento de los arroyos al volver a casa en las noches de verano. El exterminio personal de mosquitos e insectos en cuanto la luz cae y la temperatura sigue siendo alta. La infinita oscuridad de esa carretera comarcal por la que decidiste volver a casa con tu chic@ favorit@ en el asiento del pasajero. Sentir cómo tu acompañante se agarra a ti en las aceleraciones más vertiginosas y cómo te aplasta contra el depósito cuando no logra sujetarse al tirar el ancla. Los golpecitos casco contra casco en cada cambio de marcha. Estirar tu mano izquierda hasta su muslo izquierdo como muestra de cercanía. Comentar cualquier cosa que os hayáis cruzado en el camino. La complicidad que surge después de cientos de kilómetros con la persona que quieres a tu espalda. Cantar dentro del casco durante largas tiradas de carretera bajo tus ruedas.


El ritual de arrancarla por las mañanas, sea el que sea. Volver a escuchar su corazón palpitar al pulsar el botón mágico, o al patear con vigor la palanca de arranque. El dolor con el que se quiebran tus entrañas al oír un ruido metálico fuera de lugar. El dolor que siente tu cartera al tener que visitar al mecánico. La ilusión con la que buscas y compras ese accesorio que prácticamente no vale para nada y con el que no aportas valor alguno a tu montura, pero que adoras. Encontrar ese modelo con el que tanto tiempo soñaste, de un solo propietario, con menos uso que un bidé en un baño público y al precio justo de mercado. El vender la moto en casa intentando que la vean con los mismos ojos que tú. El vender la moto a un desconocido, porque llegó el momento de separarte de ella. El recordarla endulzando los buenos momentos y riéndote de los malos. El pensar que la volverás a tener. El creer que ella también te echa de menos a ti. El justificar la razón por la que vendiste, a la espera de una nueva compañera.


La camaradería.  La amistad. El quitarte el caso apresuradamente para reírte con tu compañero de ruta sobre lo que acabáis de vivir hace unos momentos. El sentir unión con individuos a los que ves una vez al año, pero con los que sientes que no hay distancia. El rodar en grupo. Enseñar a los más novatos y el no parar de aprender de los más experimentados. El contar batallitas. El escuchar batallitas. Llenar tu mochila de recuerdos con vivencias sobre tu moto. El esperar al próximo viaje, a la próxima ruta, al próximo día para ir con ella a cualquier parte. El levantar la pierna sobre ella colocando tu cuerpo a horcajadas, dispuestos a pasarlo de la mejor forma que existe sin quitarse la ropa.


Estas cosas excepcionales, buenas y también menos buenas, son las que nos hacen montar en moto. Son las que quiero volver a sentir cada vez que monto en ella. Son las que hacen innecesario estar de vuelta de nada, porque las tengo todas aquí.


Uves y ráfagas.


J. Gutiérrez.


jueves, 26 de mayo de 2022

Olía a moto nueva

Best smell ever

No sucede como con los coches. Parafraseando una mítica escena, de la no menos mítica película Christine, en la que decían que: el olor a coche nuevo es el mejor olor del mundo, salvo el olor a mujer… Solo puedo añadir que el olor a moto nueva no es que sea de lo más agradable. Es peculiar. Todo ese calor en el motor, emanando sus hedores hacia arriba, con todos esos recubrimientos lacados ajustándose o expandiéndose por las altas temperaturas, no es tan placentero como cuando te montas en un coche recién estrenado.

Yo no he disfrutado en exceso de ese olor moto nueva. Mi primera moto nueva, aquella Gilera Crono 125, la estrenó mi padre en el trayecto desde el concesionario Piaggio – Gilera en la calle Islas Filipinas de Madrid, hasta el pueblo. Y la verdad es que recuerdo aquel olor como a chamuscado. Nada menos que veintitrés años después, estrené mi actual VStrom. Y sí, olió a nueva la primera semana, antes de llevármela de viaje a Marruecos y empezar a acumular roña en rincones en los que nunca más se volverá a ver la luz del sol. También, un par de años después, con la Honda Rebel de mi consorte, puede apreciar tan peculiar olor. Es más, la Rebel ha tenido un uso tan escueto y prolongado en el tiempo, que hoy sigue oliendo a nueva. Y diréis: ¿a qué viene todo esto del olor a moto nueva?
Igualita, pero al lado de mi casa

No es más que a un fugaz encuentro hace unos días con una Suzuki GSXF 600 de segunda hornada. Debía ser del año 93 o 94, con aquellas gráficas similares a las GSXR W de esa época. La vi mientras paseaba a mi perra una tarde cerca de donde vivo. La escuche de lejos, viniendo por mi espalda. Ese sonido tan particular de los motores tetracilíndricos refrigerados por aceite, los famosos SACS, despertó algo en un rinconcito de mi cabeza. Aquel sonido me trasladó a los años 90, cuando tener una GSXF 600 era una alternativa a las más avanzadas Supersport, pero mucho más barata de mantener. Además, que su fiabilidad ha quedado constatada con el paso de las décadas. Ese mismo motor lo heredó la Bandit 600, estando así en producción quince años: desde 1988 hasta 2003. Al pasar a mi lado, pude ver que estaba en un estado inmaculado. Paró unos metros más adelante y me acerqué a observarla.

Ya no olía a moto nueva. Más bien olía a aceite caliente. Pero tenía pinta de haber sido comprada por alguien que le hizo poco más que el rodaje, la guardó y recientemente la habían devuelto a la circulación. Justo la misma situación que viví sobre el año 2001, con el padre de mi novia en aquellos años. Este hombre era un buen aficionado al motor, pero resignado a las pocas libertades que las obligaciones de familia le permitían. En sus años más jóvenes, incluso estuvo federado como piloto de rallys y me llegó a contar cómo alquilaron un Renault 8 TS para correr. En esa época, yo todavía tenía mi ZZR 600. Pesada, sí. Poco ágil, también. Pero rápida como un disparo cuando la carretera se estiraba lo justo. Quizás el hecho de que el novio de su hija mayor tuviese una 600, le abrió un poco los ojos y se mostró más receptivo cuando le ofrecieron una oportunidad que casi ninguno de nosotros hubiera dejado pasar.
La boda perfecta

El carnicero del pueblo recibió como regalo de bodas una Suzuki GSXF 600 a estrenar. La boda ya había ocurrido diez años atrás y después de realizar el rodaje de la moto y darse dos paseos, quedó arrinconada en el garaje. Cuando hizo falta el espacio en el garaje, el carnicero pensó en deshacerse de la moto. Y por pura casualidad, habló al padre de mi novia sobre ella. Entusiasmado como un colegial, corrió a contármelo. La GSXF no llegaba a 3.000 km. Era del año 90 y estaba impecablemente bien conservada. Era una moto nueva, pero ya con 11 años de antigüedad. Yo le dije que era una moto bastante maja. No recuerdo el precio exacto, pero sí que estaba muy por debajo del valor de mercado en aquel momento. Le advertí que, para ser su primera moto, quizás fuese demasiado. Pero haciendo caso omiso a mi consejo, a su cabeza y a su mujer, compró la moto. Así se debe comprar una moto: con el corazón en la mano.

Yo accedí a ayudarle a hacer una revisión básica, para empezar a utilizarla con más frecuencia de lo que hasta entonces había conocido aquella moto. Pusimos una batería nueva, cambiamos aceite, filtro de aceite, filtro de aire, engrasamos todos los puntos que creímos convenientes y a pesar de que los neumáticos tenían demasiados años y estaban más duros que el mármol, no los cambiamos. En el primer arranque, me pidió que la probara. Fue en aquel momento cuando me confesó que no tenía carnet de moto. ¡Vaya sorpresa! Pero también me tranquilizaba: ya se había apuntado a la autoescuela. Ya entonces existía el carnet por tramos. Los dos primeros años de carnet A, estaban limitados a conducir motos de 26cv, si no recuerdo mal. Pero su respuesta fue: dos años se pasan en nada, pero no se lo comentes a nadie…
La moto del carnicero, sacada del catálogo

Me puse el casco y me subí a la GSXF. Todos los mandos tenían un tacto exquisito. Todo era suavidad. Todo sonaba perfecto. Y aquel olor a moto nueva se dejaba sentir mientras toda la mecánica empezaba a moverse, en esta nueva vida para ella. Mientras la conduje a través del pueblo, solo podía cerciorar la buena compra que había sido. Barata, de reestreno y con un aspecto impecable. Pero todo mi gozo estaba a punto de terminar. Salí a carretera, cambiando a medio régimen, dejando que el tráfico regulase mi ritmo. Pero a la primera oportunidad que tuve, decidí sacar todo el provecho que el aletargado motor debía tener en su interior. Me dispuse a adelantar a un grupo de tres o cuatro coches. Salgo en segunda, abro a fondo, la moto empieza a estirar y a empujar, pero justo en el momento en el que esperaba un tirón en el empuje ¡el motor llegó al corte! ¿Pero cómo es posible? Metí tercera, de nuevo a fondo y otra vez, cuando esperaba el arreón de potencia, otra vez al corte. Terminé la maniobra de adelantamiento totalmente defraudado.

Y es que el rendimiento de aquel motor, aunque lejos de no correr, estaba muy por debajo de a lo que yo estaba acostumbrado con mi entonces ZZR. Ya fijándome en el cuentavueltas, después de 7.000 rpm yo esperaba un aumento del empuje. Pero este era bastante lineal hasta el corte. Y no es que fuese un motor tranquilo. De hecho, cortaba encendido sobre las 11.000 rpm, un poco antes que mi ZZR. Pero me dejó completamente a medias el no sentir más empuje en la parte más alta. Quizás, gracias a esto, hoy se pueden ver por la calle motos motorizadas con este SACS de 600. No así ZZR, ya que las que quedan se limitan a ser vistas en concentraciones de veteranas y alguna convertida a altavoz de los frustrados en GGPP y concentraciones. Sin embargo, aquella GSXF cumplió su función perfectamente. Primera moto para un hombre ya bien metido en los 50, bajo mantenimiento y fiabilidad a prueba del paso del tiempo. Ignoro si seguirá en su garaje. La relación con aquella chica duró poco más de un año. Y creo que el mejor recuerdo que tengo es sobre su padre y aquella GSXF.

Uves y ráfagas.

J. Gutiérrez.

viernes, 25 de febrero de 2022

Feliz año nuevo


Dicen que los franceses felicitan el año nuevo hasta bien entrado el mes de febrero. Y yo no tengo ascendencia gala, pero bien es cierto que se acaba el segundo mes del año y no había publicado nada por aquí. Y no por falta de ganas de contar mi vida, sino por no saber encontrar el momento de ponerme a teclear. A lo que iba: ya han pasado cuatro meses desde que hice la última ruta en los Pirineos, segunda de 2021, pero esta vez en modo mixto. Un día jamón de York, otro día Tranchetes.

Llevamos una ruta parcialmente definida y teníamos la intención de hacer un día pistas y otro día carretera. Pero la verdad es que hicimos un poco lo que nos iba apeteciendo, ya que solo éramos dos motos y dos personas: mi amigo Óscar y su KTM 690 Enduro y yo con mi inagotable VStrom. Y si bien unos días la ruta era más propicia para mi montura, con puertos de infinitas curvas, vistas sobrecogedoras y asfaltos de todo tipo, los días de Tranchetes, o sea por campo, yo las pasaba más putas que en vendimia y con lumbago. Mi montura, casi totalmente fuera de su medio, hizo de los pedregales y barrizales por donde la 690 pasaba como por el pasillo de casa, un parque de atracciones donde no todo era diversión. No nos podemos quejar. No perdí la verticalidad en ninguna ocasión y la moto llegó entera y con sus frágiles llantas guardando sus formas originales. Sin embargo, los días de jamos de York, por carretera, lo pasamos igual de bien. O incluso mejor, si cabe.

 

Uno de esos días en los que estiramos la mañana por campo hasta entrada la tarde, paramos a comer a las 16:00. Sí, casi iba a ser merienda. Pero para nuestra sorpresa, ni siquiera merendamos. El pueblecito en el que aterrizamos, de cuyo nombre no quiero acordarme, solo contaba con un bar. El cual no servía nada sólido, sino todo tipo de bebidas. Espiritosas o no. Y pensando en calmar el ya incipiente apetito, pedimos una cerveza con el ánimo de buscar otro sitio más adelante. Después de la primera, vino la segunda. Y como no hay dos sin tres, cayó la tercera. Y para no defraudar a la audiencia, donde beben tres beben cuatro. Así que, con cuatro tercios de zumo de cebada fermentada en el organismo, nos dispusimos a continuar nuestro camino. Aquel día haríamos noche en Roncesvalles y el trecho que aún nos faltaba iba a ser a base de varios puertos de montaña.

En la primera curva del primer puerto, nuestra vejiga gritó auxilio, con lo que ambos paramos en la cuneta para liberar tan incómoda presión. Y allí, regando el Pirineo navarro, entre risas y comentarios sobre el hambre que teníamos los dos compañeros de viaje, escuchamos un zumbido tetracilíndrico acercarse. Pasaba en ese instante por nuestra espalda, empezando el puerto que nos esperaba a continuación, la Kawasaki ZX6R más limpia y brillante que había visto jamás. Encima de ella, un maniquí de revista. Mono Dainese blanco negro y fucsia, ajustado y sin una sola arruga, con ningún insecto siquiera pegado al pecho. Casco Arai racing, mochila pequeña rígida a la espalda y botas deportivas en el mismo inmaculado estado que el resto del conjunto. Y como si estuviera recién salido de un catálogo de motos, veíamos como estiraba segunda, subía a tercera y se alejaba dando leña a su tan virginal moto. Aún con nuestro apéndice reproductor en la mano, nosotros nos miramos y casi a la par gritamos: ¡a por él!

 

Alguna gota se quedó en el guante, o en el pantalón de cordura, mientras de un salto me montaba en la Vstrom, arrancaba y salía como un disparo a por nuestro impoluto compañero de carretera. Avancé con rapidez, estirando todo lo que da el bicilíndrico y empalmando marchas como un loco. Llegué a la primera frenada con la Suzuki completamente cruzada, mientras la rueda trasera trataba de gestionar la reducción de tres o cuatro hierros casi de golpe. Con la moto tumbada al límite de sus neumáticos Pirelli Scorpion Rally mixtos, abrí gas a fondo y el control de tracción evitaba constantemente que ese instante de diversión se convirtiera en pesadilla. Otra marcha más, otra apurada de frenada más con la moto descompuesta y ya tenía a la vista a la ZX6. Los 101 CV de la VStrom iban sudando como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, cuando al fin me puse a su zaga. Él iba a buen ritmo, super fino. Casi sin despeinarse y con un estilo bastante posturero, pero sin olvidar la elegancia. En dos curvas más, ya escuchaba el bramido del Akrapovic de la 690, estirando el monocilíndrico hasta el límite de su empuje. A penas dos décimas de segundo después, Óscar aparecía por mi izquierda, apurando frenada como siendo protagonista del JoeBar, con las horquillas completamente comprimidas y el chasis gritando por un poco de calma. Ese es el justo momento, cuando el maniquí encima de la ZX6 se asoma al retrovisor y nos ve. Yo me imagino la dantesca escena y me sale la carcajada involuntaria. Dos señores, entrados en carnes, con ropa y botas de campo, petate y las motos con barro hasta en la bancada del cigüeñal ¿enseñando rueda a ejemplo a seguir por todo motero Racing que se precie? La ZX6 abre gas, aumentando su ritmo. Óscar sale a saco detrás. Y cabe decir que la reactividad inmediata al golpe de gas de la 690, deja en entredicho la fina estirada de la ZX6, o incluso el desboque de par de mi VStrom. Yo tenía que abrir a fondo para aguantar el envite de la austriaca, mientras que nuestro nuevo amigo no dejaba de asomarse al retrovisor. A través del intercomunicador bluetooth que llevábamos Óscar y yo, trataba de calmarle los ánimos: ¡Respeta, respeta! Pero según le pedía respeto, mi bipolaridad reaccionaba y le metía un interior de manual a la Enduro. Entre risas, apuradas de frenada y trazadas de compás de arquitecto, la ZX6 ya iba con más miedo que vergüenza, controlando más el retrovisor que lo que tenía por delante. Pero el ánimo de todos, de los tres, ser vería calmado forzosamente por las circunstancias de la carretera. Al fin, tráfico rodado y la entrada a un pueblo, nos hacía frenar a todos y volver al civismo propio de los tiempos que vivimos.

 

Pero la sangre iba caliente. Las risas entre nosotros no habían cesado y en ese momento se me ocurrió decirle a mi compañero aquello de “no hay huevos”: ¡No hay huevos a adelantarle fumando! Casi eléctricamente, Óscar se levantaba el mentón de su casco trail modular, sacaba un cigarro de su riñonera, se lo ponía en la comisura de la boca y lo encendía. Y de esta planta tan poco elegante, pero sumamente cómica, estiró la 690 adelantando al maniquí de la ZX6 mientras le miraba echando humo y dejando todavía restos de barro que sus ruedas de taco despedían. ¡Los dos nos moríamos de la risa! Mientras tanto pensábamos que nada más llegar a casa, nuestro elegante guía de ruta abriría Wallapop y escribiría: Vendo ZX6, siempre garaje, nunca circuito, o cambio por trail. En el siguiente desvío el destino nos separó por completo. Él a la izquierda, buscando cobertura móvil para poner su anuncio y nosotros a la derecha, buscando la hospedería de Roncesvalles, donde echaríamos el resto de la noche comentando la jugada, cenando y descansando de tan intensa jornada. No hay nada como viajar en moto. Y si es con amigos, mil veces mejor.

 Uves y ráfagas. 

 J. Gutiérrez.