Lo veo todo chunguito |
Dejadme empezar por el principio: a finales de junio tuve una Kawasaki Z650 en casa durante una semana. Con eso de poder probar motos, para un medio que muchos conocéis, de vez en cuando cae algún modelo simpático entre mis piernas. También he de decir que lo más habitual es que me toquen las más feas del after: chinas, chinas de 125, scooters chinas y chinas camufladas de marca europea de
reciente creación. Pero la Z650 fue un soplo de aire fresco. Son solo 68cv para que nadie se asuste, pero ya sabemos lo que pasa cuando estás acostumbrado a 100, o más de 100 y te dan algo que, en teoría, da menos chicha. El pobre corazoncito de la Z, ahora que no nos oye nadie, fue con la lengua fuera los 7 días que la tuve. Qué motor más alegre, que ligera y fina de reacciones y que bien que va. Cuando yo estaba en edad de tener una moto así, todo eran medio botes, o hierracos dignos de un taller de forja en Mordor. Las motos modernas van todas bien. Hay que volverse pejilguero, puntilloso y quisquilloso para sacarles los colores. O compararlas con superbikes de ultimísima generación.
No soy yo, no. |
El día que recogí la Z, al bajarme de la “alfombra voladora” (mi Burgman 650 que me traslada con poca dignidad y menos elegancia, por los 75 km de autovía que recorro diariamente para ir y venir del trabajo) me pareció que la joven japonesa pesaba menos que una bici de carbono. Pero el día que la entregué, después de un rodaje de su zona alta del cuenta vueltas más que generoso, se me vino a la cabeza esa sensación de haber sobrevivido a esa semana. El dame veneno que quiero morir empezó a sonar en mi cabeza. Y es que, a pesar de los años, si me ponen un caramelo delante, lo saboreo el máximo. La Z invitaba a darle zapatilla sin compasión. Su ligereza y agilidad, a pesar de estar acompañada de un motor no demasiado potente, si caen en manos de algún pervertido como el que os escribe, la convierten en un juguete adictivo y hasta peligroso. Aquellos días de jugarme el bigote en las salidas domingueras, volvían a estar presentes sin darme cuenta.
Ya podría volar así |
Sin embargo, a los tres días de tenerla, tenía que cambiarla por la versión R, con otro compañero y así poder hacer la comparativa de las dos versiones. ¡Menudo cambio! Me sentí Goku después de haber estado entrenando con tobilleras y muñequeras de peso. Me encontré con una moto de las mismas hechuras, pero con más de el doble de potencia, frenos de verdad, suspensiones pro y cambio semiautomático. ¡Y venga los Chunguitos y el dame veneno en mi cabeza! Esto si que es una moto adictiva, solo apta para gente fría y con cabeza. Tanto me enganchó en los primeros metros, que decidí sacarle provecho en el acto. Intercambiamos las motos en El Pardo, un sábado por la mañana. Y yo tenía hasta la hora de comer para volver a casa. Así que, en vez de volver directamente, me llevé la Street Triple R a una de mis carreteras favoritas: la M104 de Colmenar Viejo a San Agustín de Guadalix. Además, haciéndola en ese sentido, la zona menos retorcida es al principio, con lo que me daba tiempo a hacerme a la moto, antes de entrar en faena.
Cuando empezaron las curvas, la primera de las adicciones sale a flote con el cambio semiautomático
(con blipper) reduciendo. Funciona tan bien, que puedes bajar 4 marchas casi del tirón, solo apretando la palanca del cambio. Además, el solo se encarga de simular un pequeño golpe de gas con cada reducción. Cada una que bajas, sin soltar la mano del puño izquierdo, sientes que la moto te quita trabajo de encima. Así que puedes apurar y apurar más, solo prestando atención al freno delantero a tope y a la trazada. ¡Qué maravilla! Curva en la que entraba, años de encima que me quitaba la Triumph. Curva de la salía, la rabia y el nervio del tricilíndrico estirando hasta arriba, también me rejuvenecía otro año más. Cuando ya debía andar por los 14 años mentales, llegué a San Agustín y no lo dudé ni un segundo: media vuelta hacia Colmenar. Es una locura de moto, que funciona perfecta y que te pide ir rápido, o más rápido, o mucho más rápido. Solo puedo decir: qué bien que van las motos modernas. Al final hice la M104 cinco veces. Mas vicio que una garrota. Relajado ya, llegando a casa sudando, como después tres vueltas seguida a la Isla de Man, me quedó más que claro: dame veneno que quiero morir sonaba en mi cabeza, por que soy incapaz de contenerme.
¡Ojo que altura! |
Pero como todo pasa en la vida, llegó el día de entregar la Triple R y montarme en mi “alfombra voladora”. Lo único es que aquel día me parecía más bien la “alfombrilla del baño”. El hombre gris, sobre su scooter gris, vuelve por la gris M30 a casa. Para compensar un poco, saqué mi VStrom, la cual no es gris pero la sentía un poco descolorida, después de esos días de sexo y desenfreno con la inglesa de Magaluf. Otra moto de señor mayor. Y me lo paso con ella bien, sí. No lo niego. Disfruto con ella mucho, entre otras cosas por la seguridad que siento, incluso rodando fuerte. Pero no es lo mismo. Al menos, mientras esos días de pruebas, encima de la moto me siento como un chaval de 20 años. Lo único es que ya llego casi a la mitad de la cuarta década y creo que, si estuviera emparejado con una chavala de 25, no la iba a poder seguir el ritmo. ¿O sí?
Desde el punto de vista más objetivo, la “alfombrilla de baño” y la VStrom son motos más que dignas y correctas para el uso que las doy. Incluso mi compañera de aventuras camperas, una BMW XChallenge, es una moto lógica y apta para casi todo uso. Pero echo de menos ese pequeño punto de picante en mi vida motera. Bueno, quien dice pequeño punto de picante, bien puede querer decir: ¡chile con carne a lo tandoori de desayuno! Mira que sopesé el comprar una CBR 1100 XX como moto de diario, en vez de la Burgman. Quizás debería haber caído en la tentación… y cantar más por los Chunguitos mientras voy dentro del casco.
Uves y ráfagas.
J. Gutiérrez.