jueves, 31 de diciembre de 2020

¿Existen los milagros?

Así llegó a casa
Para los más cercanos, de sobra es conocida mi afición a las motos veteranas. Para estos y también para mi cartera, no lo puedo negar. El coste contenido de algunas de estas maravillas mecánicas, hacen que a poco que juntes un pellizco de aquí y otro de allá, puedas darte el capricho. En 2017 adquirí una Kawasaki KLX 650 del año 93, la cual se ganó el sobrenombre de “masca tuercas” justo antes de mi último periplo marroquí. Yo no creía en los milagros, pero quizás existan.

Una buena mañana de domingo, al principio del verano de 2019, decidí dar una vuelta corta con la KLX. Aproveché que mi pareja aún dormía y decidí aprovechar el fresco de la mañana y volver para desayunar con ella. Salí desde casa hacia el pueblo de al lado, por caminos y pistas transitables. La KLX 650, a pesar de su edad, se mueve como pez en el agua en este entorno. Cuando me quise dar cuenta, había llegado a mi destino. Volví por carretera, disfrutando de la viveza de su simple motor monocilíndrico. Con "disfrutar de su viveza" quiero decir que la puse a lo que daba en quinta, en el breve pero intenso tramo de autovía que une los dos pueblos. Pero justo al llegar a la puerta de mi casa, la pobre y caliente KLX se paró, haciendo un ruido un poco peculiar. Antes de entrar en casa, pulsé el botón de la puesta en marcha. El motor de arranque giraba, pero no llegaba a arrancar. Un ruido metálico, como un pequeño “clok”, me hizo desistir en seguir intentándolo. Dejé que se enfriara y al rato volví a probar. De nuevo no quiso arrancar, muy raro en ella. Un tanto disgustado me dispuse a desayunar y sin pensarlo dos veces, llamé a un conocido que es mecánico. Quedé en llevársela a que la echara un vistazo. Desde mi casa al pueblo hay unos cuatro kilómetros, así que tuve que esperar al fin de semana siguiente, para podérsela llevar en remolque, ya que no lo tenía disponible en ese momento.

Bujía rota
Pasados unos días, el mecánico me escribió por WhatsApp. El origen de que no arrancase la moto estaba aclarado. Pero no la causa del problema. Me mandó una foto en la que se veía la bujía rota. El electrodo se había aplastado, comunicando ambas partes y partiendo parte de la porcelana interior de la bujía. Por un momento pensé: ¡genial, solo es la bujía! Pero rápidamente, el mecánico me ponía los pies en la tierra: Hay que abrir la culata y ver qué ha sido lo que ha aplastado la bujía. Si ha sido el pistón, es posible que se haya ido el pie de biela. Y como si de una montaña rusa se tratara, mi ánimo se venía debajo de golpe. Con mi beneplácito para que levantara la culata, ya que el precio de la reparación era totalmente incierto, al día siguiente recibí otra imagen por WhatsApp. Con la culata parcialmente levantada, se podía apreciar un objeto extraño en el centro del pistón. Sobre él, no incrustado. La siguiente imagen era de una pequeña tuerca, medio aplastada. Se apreciaba perfectamente que era una tuerca. ¿Pero cómo había llegado hasta ahí? Y lo peor de todo ¿qué daños había causado? Y esto, precisamente, es lo que he acertado en bautizar como el milagro de las tuercas y las bujías.


La misteriosa presencia
Siendo un motor de cuatro tiempos, no hay posibilidad de que un cuerpo extraño, procedente del cigüeñal, suba hasta la cámara de combustión. En un dos tiempos, a través de los transfer del cilindro, podría ocurrir. Pero en este caso, tenía que venir desde arriba, desde la admisión. Mi primera suposición fue que la tuerca que va embutida en la caja del filtro del aire y que sujeta a este, se hubiera desprendido. En un momento de llevar el gas abierto por completo, esta fue aspirada, pasando por las válvulas de admisión y llegando a la cámara de combustión. El estropicio mecánico iba a ser de infarto, pero no fue así. En la misma conversación con el mecánico, me confirmaba que ni las válvulas, ni la culata, ni el pistón, tenían marcas de la tuerca. A una media de 4.000 rpm, las válvulas de admisión abren y cierran unas dieciséis veces por segundo. El que una tuerca llegue a la válvula de admisión, pase limpiamente hacia abajo y no toque nada es milagroso. Pero más milagroso todavía es que en la primera vez que la tuerca sube de nuevo hacia arriba, pegada ya en la cabeza del pistón e impacte contra algo, sea con el centro de bujía, partiéndola y haciendo que el motor se pare, evitando daños insalvables. Un milagro, como decía. Y además, en la puerta de casa. La pobre ni me dejó tirado de camino.

La tuerca milagrosa
Ni el mecánico ni yo podíamos creerlo. Él cerró la culata, aprovechó para hacer reglaje de válvulas, bujía nueva y la moto arrancó como el primer día. Yo la recogí e indagué el origen de la tuerca. Curiosamente, después de desmontar el filtro del aire, la tuerca que lo sujeta sigue allí, embutida en su pieza de plástico. Quizás tuviera una contratuerca y fuese esta la que se soltó. Desmonté el carburador, buscando algo suelto. Pero todo está en su sitio. Monté todo de nuevo y me di una vuelta de ciento cuarenta kilómetros con ella. ¡Iba estupenda! Así que después de ese verano, ya en octubre, hicimos el viaje que venía siendo habitual ultimamente: Marruecos low cost.

La KLX se portó como no había hecho el año anterior (link) e incluso su prestancia mecánica no dejaba de sorprenderme kilómetro a kilómetro. Pero había algo dentro de mi que no me dejaba exprimirla con libertad: la imagen de aquella tuerca parcialmente aplastada. Después de una jornada de mucho calor, mucho esfuerzo físico, mucho fes fes en primera a fondo y demasiado tiempo con el reloj de la temperatura marcando por encima de los 110º y el electroventilador soplando a tope, mi fe se derrumbaba y tenía la certeza de que daría con el origen del milagro de las tuercas y las bujías, en forma de avería en medio del desierto. Pero de nuevo, la fiabilidad y robusted del monocilíndrico japonés, con ya 26 años a sus espaldas, me hacía volver a creer en Dios, en lo metafísico y en el poder del karma, destino, guionista, o como se quiera llamar a la divina providencia. La KLX me llevó de vuelta Marruecos arriba y creo que hubiera cruzado incluso el Estrecho de Gibraltar a nado, si me hubiera atrevido. Los dos volvimos a Madrid como si nos hubieramos dado una vuelta a la manzana.

En plena faena
Pasaron solo unas semanas y después de lavarla, abrillantarla y hacerle unas fotos dignas del mejor fotógrafo del mundo, la anuncié por un precio medio: 1500€. No recuperaría jamas el tiempo y dinero invertido en ella para dejarla a mi gusto, pero me pareció el valor lógico para esa moto, en ese momento del mercado. Duró cuatro días anunciada y la primera persona que vino a verla, se la quedó. A los pocos meses, hace ahora un año, uno de los otros interesados que hubo en la venta, se puso de nuevo en contacto conmigo. Al parecer, había encontrado mi ex KLX de nuevo anunciada, incluso con las mismas fotos que yo usé para su venta, esta vez al precio de 2000€. Indagó en el porqué del incremento del precio y el vendedor, quien me la había comprado a mi, confesó que en un calentón prolongado, no saltó el electroventilador y se le fue la culata. La reparación costó el incremento de precio que pedía para recuperar los gastos y la moto se volvió a vender a los pocos días. 

¡Hasta siempre, bonita!
Está claro que no era ella, sino yo, quien a pesar de exigirle mucho, nunca lo hice con maltrato. El milagro de las tuercas y las bujías seguirá siendo un enigma, que ya he reportado a Iker Jiménez, aún por resolver. El llevarla la mayoría del tiempo en la marcha más larga que pudiera, el ser escrupuloso con dejarla calentar bien, religiosamente adoctrinado con su mantenimiento y delicado siempre en su uso, hizo que ese motor aguantara todas las salidas y viajes que hice con ella, casi sin rechistar. Pero después del azote con el látigo de la indiferencia mecánica, creo que queda claro que los milagros no existen, no. 

Uves y ráfagas. 

J. Gutiérrez.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Maldito 15 de diciembre

 


Todos recordamos y celebramos el día de nuestro nacimiento. Algunos celebran también el día en el que “volvieron a nacer”, después de haber pasado una experiencia cercana a la muerte. Sin embargo, mi caso va un poco más allá, teniendo que celebrar y temer, a partes iguales, el 15 de diciembre. Y lo escribo este año, a toro pasado, después de que el cenizo que me persigue en esta fecha haya hecho acto de presencia otra vez.

El primer 15 de diciembre en el que me encontré con este sino del destino, fue en 1992. Yo cursaba 2º de BUP en un instituto algo alejado de mi casa, lo que me hacía tener que coger el Cercanías y un autobús local. Aquel día de buena mañana, al llegar a estación, vi como mi tren estaba entrando ya en ella. Mi andén estaba al otro lado de la estación, por lo que tenía que cambiar de sentido por el paso subterráneo que comunica ambas partes. Me lancé escaleras abajo, por esas escaleras que había estado bajando y subiendo tantas veces día tras día. Pero no más allá del tercer escalón, tropecé y caí rodando tramo abajo. Casi al final del mismo, un chasquido interno me nubló la vista. Me quise poner de pie para alcanzar el tren, pero el dolor me mareó y me llevó de nuevo al suelo. El resultado de aquel resbalón fue la fractura del maléolo de la tibia de mi pierna derecha. Casi dos meses de escayola y muletas. 


Pasó mi primera adolescencia con algún que otro paso por urgencias, por diversas caídas, lesiones deportivas, etc… pero nunca nada de gravedad. Sin embargo, ya en plena segunda adolescencia, el sino del 15 de diciembre volvió a aparecer. Corría el año 2002 y yo ya disfrutaba por entonces de mi primera Suzuki TL1000. En aquella época, mi ocio del fin de semana giraba casi exclusivamente en torno a montar en moto. Hacía el frío lógico para esta época del año, pero aquel domingo mi intención era el salir en moto, sí o sí. Mi novia de aquel entonces me acompañaba sumisamente allá donde fuera en moto. Así que después de desayunar, nos pertrechamos con nuestros monos de cuero, nos abrigamos con un chaleco de pluma por encima de los monos (lo sé, moda de principios de los 90 en plena década de 2000, un clásico) y nos pusimos en marcha. Sin rumbo ni ruta marcada, cogimos la M501 dirección Plasencia. Al llegar al desvío de Mijares se me ocurrió la brillante idea de subir el puerto con el mismo nombre, para bajar por la otra cara, dirección Navaluenga. ¿Hielo y nieve en moto un problema? No para un joven incauto y sin conciencia del peligro. 

Aquellos tiempos mozos... 

Subimos tranquilos el puerto de Mijares y comenzamos la bajada tranquilamente también. La nieve había hecho acto de presencia en las cunetas de la carretera antes de empezar a subir el puerto. En su punto más alto, la estampa completamente nevada de la cima era de postal. Pero ni se me pasó por la cabeza que aquel día soleado, con 1 o 2 grados de temperatura, debería ser más prudente con el deshielo y la nieve. En una zona sombría de la bajada, en una parte que únicamente parecía mojada, se escondía una placa de hielo que nos hizo patinar como a un Bambi recién nacido. La parte trasera de la moto se atravesó a la perpendicular, justo en el momento en el que el asfalto asomó al final de la placa de hielo, lanzándonos hacía arriba y completando una caída a lo high side de MotoGP, digna del mismo Wayne Rainey. Consecuencias: mi pareja se rompió dos huesos de la muñeca derecha y yo anduve con collarín una semana. La pobre TL hizo un vuelta y vuelta, dañándose todos y cada uno de los puntos posibles en su carrocería, ambos escapes incluidos. 
Quedó tocada por todas partes

Todavía no había asociado el 15 de diciembre a dos episodios de mala suerte en mi vida. Todo siguió adelante con normalidad salvo que, durante el año siguiente 2003, decidí dejar de montar en moto por un tiempo, motivado en gran parte por la pérdida de un amigo en un accidente fatal. A los pocos meses (18), adquirí mi primera Vespa y pasé grandes ratos con ella. Pero esta vez no fue la moto la que me hizo pasar un mal trago. En 2007, un sábado por la tarde, volviendo en coche del pueblo paterno de mi pareja entonces, en Zamora, una brusca maniobra por evitar colisionar con otro coche que invadió mi carril, me hizo chocar contra el guardarraíl derecho de la autovía A62, a la altura de Simancas, en Valladolid. El impacto con la gruesa barrera metálica me escupía perpendicularmente contra la mediana, chocando contra ella y saltándola, al más puro estilo Equipo A, aterrizando boca abajo en los carriles del sentido contrario. Un accidente de tráfico en toda regla, del que con mucha fortuna salí ileso y no se provocaron daños mayores que los materiales de mi coche. Aquella noche la pasé en el hospital, en observación. Pero no fue hasta el día siguiente, cuando volvía en el taxi que la asistencia de mi seguro me puso para regresar a Madrid, cuando caí en la cuenta de qué día era. 

Demasiado poco pasó

Recuerdo aquel instante con nitidez. Me llevé la mano a la frente de tal forma que, hasta el propio conductor del taxi me preguntó si me había olvidado algo en Valladolid. 15 de diciembre. No me lo podía creer. Fue desde aquel día cuando he tomado especial precaución en esta fecha. Lejos de celebrarla, he evitado realizar cualquier tipo de acción que me pudiera perjudicar. Hasta el 15 de diciembre de 2020. Antes de ayer. No está mal: 13 años sin ningún percance. Pero esta vez, el sino de esta fatídica fecha ha sido más benévolo con el que os escribe, solo recibiendo un pequeño recordatorio para que no me olvide. 

Este pasado martes, después de trabajar, volví a casa en coche. Saqué a los perros a dar su paseo vespertino y cogí mi moto para volver a Madrid centro, a realizar un recado. Ni me pensé volver a Madrid en coche, debido al atasco de hora punta de la tarde. Iría en moto, pero tuve muy en cuenta la fecha que era y me guardé bien de ser todo lo cauto y responsable posible. Pero da lo mismo. Cuando algo tiene que pasar en 15 de diciembre, pasará, haga lo que haga. Por primera vez en 44.000 km y 3 años y medio, desde que compré mi Suzuki VStrom, se paró en marcha. Primero fue a la ida, al salir de un semáforo. Simplemente se paró. Me bajé, la subí a la acera y repasé lo que parecía ser, a simple vista, el típico fallo del interruptor de corte de encendido de la pata de cabra. Después de un rato olisqueando aquí y allá, la moto arrancó de nuevo. Fui hasta mi destino y al regresar no me quitaba de la cabeza el peor sitio donde podría quedarse parada de nuevo. Y como mi amigo Murphy (sí, el de la ley) nunca falla, justo en el punto donde más peligro tendría quedarse parado en el arcén, hizo que el fallo eléctrico se reprodujera y la moto se parara. 

Murphy no perdona

En la salida 20 de la A1, a escasos 3 km de mi casa, en plena curva de un solo carril, sin visibilidad alguna, me vi empujando los 228 kilos de mi querido corcel, en la oscuridad de la tarde casi invernal, pensando que en cualquier momento iba a aparecer algún conductor despistado con el móvil y me iba a llevar por delante. ¡Que rato más malo! El esfuerzo de correr, con mi mala forma física, empujando la moto, hacía tan literal la expresión de que se te salga el corazón por la garganta, que este mismo salió de mi y me ayudó a empujar la moto hasta un punto con visibilidad y anchura suficiente. ¡Qué cabrón Murphy, el guionista, el sino, el destino y su p***a madre! Ya con la moto sobre el caballete, en una parte de la vía de servicio ya con dos carriles y yo resguardado más allá del guardarraíl, recuperé el resuello, mi corazón volvió a su sitio y avisé a la grúa, para que me llevara de vuelta a casa sano y salvo.

Esta vez, el 15 de diciembre solo se va a saldar con daños en mi cartera, ya que la pobrecita titular está ya en el taller, donde me dirán si es el sensor de marcha engranada, el sensor de vuelco, la bomba de gasolina, el interruptor de la pata de cabra, o cualquier duende electrónico, quien decidió darme el último susto en 15 de diciembre. Para 2021, no salgo de la cama en todo el día. 

Uves y ráfagas. 

J. Gutiérrez.