viernes, 22 de mayo de 2020

¿Tienen pegatinas?

Seguro que todas esas cabían en mi bici
A pesar de que hoy en día tengo un criterio mejor formado respecto el añadir decoracíon "extra" a mis motos, he de confesar que, como muchos niños, jóvenes y post adolescentes, no siempre fue así. De hecho, de pequeño recuerdo tener forrada mi bicicleta con todas las pegatinas que conseguía.  Normalmente eran de lubricantes, o aditivos, ya que la más favorita de mis preguntas cuando acompañaba a mí padre a cambiar el aceite de su coche al taller, o cuando parábamos en una gasolinera, siempre era la misma: ¿Tienen pegatinas? Wynn´s, Sopral, Motul, Gulf, Necto, alguna de CajaMadrid que te habían dado en Juvenalia aquellas navidades, e incluso aquellas de "Toi feliz" que salían en el Bollycao. La pobre bicicleta, una Torrot Cross MX, parecía un anuncio publicitario andante. Pero como de enano me flipaban los coches de rally y estos iban también forrados, me encantaba llevarla así. Incluso, queriendo imitar la suciedad que las motos de cross y enduro acumulaban, rociaba con el spray de 3en1 varias zonas de la bici. De forma que al andar por tierra con ella, se llenaba de polvo y se quedaba ahí pegado formando un barrillo, bastante asqueroso, pero que junto a las pegatinas daban la impresión (me daba a mi, claro) que acababa de correr alguna carrera todo terreno. Cuando empecé a montar en moto, la cosa fue cambiando, pero tampoco demasiado.

Llevar esto en la careta de tu Derbi Diablo te hacía
ser más chulo que Ramoncín
La moto que había en casa cuando yo tenía 10 años, la Puch Minicross de mi hermana, fue en parte sufridora de aquella fiebre por lo adhesivo. Un sábado, de camino al chalet de mis padres, paramos en una gasolinera. Ante mi cansina insistencia con las pegatinas, mi madre salió también del coche y le pidió unas pegatinas al dependiente. El hombre entró en su garita. Recordad que las tiendas que hoy en día existen en todas las áreas de servicio, en los 80 se limitaban a un mostrador, cuatro latas de aceite y poco más. Pero aquel hombre sacó un sobrecito de plástico, con pegatinas de verdad. Digo de verdad, porque no eran de publicidad. Eran pegatinas que tenían a la venta, con motivos más o menos vistosos para la época: llamitas, un águila, o alguna serpiente cobra, en ese papel adhesivo de aluminio que destellaba según le incidiera la luz. De hecho, en el sobre venía una especie de águila, echando una llamarada por la boca, toda ella sobre un fondo cromado y brillante, que fue a parar de lleno a la careta del faro de la Minicross de mi hermana. Aquello era más heavy que una tormenta de hachas ¡pero era lo que molaba!

Mi RD y con las pegatinas de Arrow petrificadas
Con el tiempo, descubrí que las pegatinas también valían para tapar algún desperfecto de la moto. Y de esto va precisamente todo esta entrada de hoy. Un amigo me ha pasado por Whatsapp la foto de un nuevo e impecablemente bien rematado, silencioso de la marca Arrow, para su Yamaha MT09. Y es que al ver el logo de Arrow, no he podido evitar acordarme de mi RD 350. Para la RD, esta marca de escapes fabricaba unos que eran lo más de lo más. Una RD con escapes Arrow era símbolo de ser el carbonilla del barrio. Más quemado que el lanzallamas de Chuck Norris. Es cierto que el sonido que emitían era más metálico y bonito, que lo que salía de los escapes de serie de la RD. Pero mi economía, por aquel entonces, no era tan boyante como para gastar el dineral que costaba poner esos Arrow. Así que siempre andaba tentado en poner unas pegatinas de su logo, que vendían en la tienda de repuestos Calleja. Y que por 100 Pesetas cada una, pensaba yo que quedarían estupendamente. De la transmisión del calor en los metales y del efecto de la temperatura en el vinilo, lo aprendí de golpe en Pingüinos de 1997.

Toda una sufridora, la RD
Aquel año fui por primera vez en pareja. Yo ya tenía 21 años, todo un mocetón. Mi novia se animó a pasar frío conmigo aquel año, después haberle descrito la experiencia como algo único en la vida. Por entonces todavía me impresionaba el ver tantísimas motos juntas. Motos por todas partes. Hablabas de motos y solo veías motos. La semana de antes, había dado un repaso a la RD. Pastillas de freno traseras nuevas y de paso, sendas pegatinas de Arrow en cada uno de sus silenciosos originales. Como era invierno y no había dado uso de continuo a la moto, las pegatinas parecían aguantar. Su intenso color amarillo, con las letras en azul, resaltaban por completo en mi RD negra. Sin embargo, después del viaje desde Madrid a Tordesillas, los escapes por fin alcanzaron una temperatura aceptablemente alta. Mis manos, solo protegidas con unos guantes que llevaban "borreguito" por dentro, estaban en el polo opuesto, completamente heladas. Nada más bajar de la moto y con la brillante idea de calentarme las manos, agarré desde atrás a la RD por los escapes. Cuando noté que me quemaban las palmas, ya era tarde. La extrema calidad china del sky de mis guantes de "borreguito", se fundía con los escapes, mezclándose por medio las pegatinas de Arrow y dejando las balas de escape como si las hubieran untado con Nocilla. ¡Qué desastre!


Retirar los restos de guantes, de pegatina y de pegamento de los escapes fue tarea imposible. En aquellos años, no conocía el Autosol y sus bondades con la lana de aluminio. Lo máximo que llegué a conseguir, fue quitar los pegotes de sky de los guantes, raspando y destrozando los restos de las pegatinas debajo. Un cerco de pegamento derretido, color Supergén, quedó inmortalizado en esos escapes y no me quedó más remedio que tapar el crimen de la única forma que sabía: comprando otras dos pegatinas de Arrow. Estás no quedaron medianamente lisas, al pegarlas sobre el desastre pingüinero. Pero gracias de nuevo al calor y no tocarlas en la vida, se fueron asentando, e incluso estirando, hasta quedar menos chapuza de lo yo hubiera esperado. La moto la terminé vendiendo a los años, todavía con las pegatinas puestas. Estas pasaron de ser amarillas a marrones, medio cuarteadas y completamente fosilizadas en los silenciosos. Así que amigos, sobre todo los más jóvenes, no os olvidéis nunca de este briconsejo: no pongáis pegatinas en sitios que superen los cien grados.

Uves y ráfagas.

J. Gutiérrez.


martes, 19 de mayo de 2020

Propulsión a chorro

La de vueltas que da la vida.
Dicen que la vida es muy corta, pero a mi me esta cundiendo bastante. Y no es que haya llegado a mucho, ni que piense que soy un hombre de éxito. Pero hasta ahora, me ha dado tiempo a vivir muchas experiencias que, cuando vuelven a mi cabeza, me hacen apreciarlas más cada año que pasa. Sin ir más lejos, ayer por la tarde recordé una época muy dulce y que no me importaría volver a vivir. Y como esta vida en realidad no es tan corta y su camino da muchas vueltas, ayer regresé, por pura casualidad, a un rincón en el que echamos muy buenos ratos. 
Debido a un reciente cambio laboral, hace unas semanas tomé la acertada decisión de comprar una moto batallera para realizar los setenta y pico kilómetros de autovía que he de recorrer a diario, entre ida y vuelta. Además, el aparcamiento de motos que hay habilitado en mi lugar de trabajo carece de techado alguno, con lo que utilizar mi habitual VStrom se me hacía cuesta arriba, por el desgaste que iba a tener como muleto diario. Así que, rascando un poco de aquí, ahorrando un poco de allá y vendiendo algunos enseres que no daba uso, junté lo suficiente como para comprar de improviso una Suzuki Burgman 650, con más de una década, pero con no demasiados kilómetros, bien conservada y extremadamente cómoda. Después de los primeros días yendo al trabajo con ella, solo puedo ratificar mi decisión. Sin embargo, una de las pocas desventajas que tenía esta compra era que la moto estaba a tan solo quinientos kilómetros de tener que realizar el cambio de aceite, o revisión. Después de mucho leer en la red sobre el modelo en cuestión, me quedaba claro que su peculiar transmisión automática necesita un uso y cuidados algo especiales. Y curiosamente, en el momento de la compra, fue el propio vendedor quien me recomendó a un especialista en este modelo, no demasiado lejos.
 
Llega a ser sorprendente que el nivel de especialización de un taller le haga dedicarse, no a una sola
Mujeres que fuman y beben en vaso de tubo
marca en concreto, sino a un solo modelo. Sin embargo, todos, absolutamente todos los comentarios que leí sobre este taller eran más que positivos. Así que concerté una cita para llevar a revisar mi “alfombra voladora”, como afectuosamente la he apodado. El taller está en Carabanchel, Madrid. Y aunque por la extensión de este distrito es difícil conocerlo al detalle, al menos para los foráneos, la dirección me sonaba de algo. Pero no sabía de qué. El local se encuentra en la cara posterior del edificio, en una zona peatonal. Cuando enfilé la calle, vagamente empezaba a recordar, pero una vez entré en el callejón posterior, vi un bar de copas llamado “Garden”. Y en ese momento, el recuerdo inundó mi cabeza. Y no es que yo hubiera pasado allí muchos buenos momentos, no. Es más: en aquellos años, sobre 2005, o 2006, el Garden era un bar de “señoritas que fuman”. De esos con luz roja tenue y que los más pueriles ni siquiera miran al pasar. Pero el local de en frente, justamente el que hoy en día ocupa mi taller especialista, resultó ser el local que mi primer grupo de amigos de las Vespas en Madrid, tenía alquilado por aquel entonces para guardar las motos y hacer chapucillas en ellas.


Aquel primer grupo de amigos de las Vespas
En esos años, aquel grupo de amigos alquilaron a muy buen precio ese local, que en su día fue una carpintería. No recuerdo cuantos eran, pero fácil que cinco o seis, a repartir el precio de la mensualidad. Para aquellos que no tenían donde meter mano a sus Vespas, era una opción más que factible. Pero para mi, que siempre realizaba mis chapucillas en el garaje del pueblo, no me salía a cuenta. Lo que sí hacía, era pasar más de un jueves por allí, con la excusa de tomar unas cervezas, hablar de motos y echar unas risas. Y no fueron pocas las veces en las que volvías a casa con ganas de más. Pero teniendo que trabajar al día siguiente, no te quedaba otra que volver medianamente temprano. Yo los conocí a través de un foro llamado Vespania.  En una se esas tardes, uno de los chicos que tenía una Vespa 200 roja, algo machacada, tuvo la buena idea de hacerse con un spray de pintura para rematar los toques que su sufrida moto tenía. El spray, no sé si porque ya estaba usado con anterioridad, o porque la válvula era de mala calidad, a penas echó un par de ráfagas de pintura. No salía nada. Y Nando, como le conocíamos por el foro, tuvo una “brillante” idea. Decidió intentar rajar el spray, con un destornillador y un martillo, para poder aprovechar la pintura del interior y aplicarla a brocha. Pero lógicamente, ante el primer impacto e incisión del bote, la presión del gas en su interior lo hacía salir disparado por los aires, seguido de un chorro de pintura que iba bautizando todo a su paso. El spray voló por todo el local, como un cohete
La escena de un crimen, pero con un perchero
descontrolado, pintando a quien y lo que pillara. Todos salimos de allí despavoridos, entre risas, gritos y bullicio. Pero el spray, en su más explosiva aceleración, pinto la cara de alguno, salpicó a casi todas las motos que había allí guardadas, dejo marcas de asesinato en la mesa de trabajo e incluso pintó todos los abrigos colgados en el perchero. ¡Para matarlo!


Ayer, al entrar en el taller, lógicamente totalmente renovado en su interior, me fijé donde estaba puesto aquel perchero en su día. Y es que cuando entramos entonces a evaluar los daños del spray suicida, en la pared se quedo marcada la silueta de los abrigos que la salvaguardaron de tan improvisada decoración. Así, como la silueta de un crimen en el suelo, pero en una pared blanca, salpicada de pintura roja. No puede evitar sonreírme y comentar el chascarrillo con el mecánico. El cual me dijo que se acordaba de nosotros. Él vive un par de portales más atrás y recuerda el jaleo de las motos allí atrás, en la parte peatonal y de las horas que nos
Lista para funcionar!
daban algunos días con el cachondeito, siempre bajo la mirada atenta del segurata de turno del Garden, o la mirada incrédula de alguna de las chicas que allí en frente "fumaban". Todo sea dicho: el pub aparenta ser un local respetable hoy en día. Aunque en los tiempos que corren para la hostelería, todo está tan cerrado que hasta el más pintado tugurio aparenta seriedad.


Por cierto, Julián, el dueño y mecánico del taller, revisó la Burgman, cambió aceites, filtros, bujías y demás. La dejó lista para otros miles de kilómetros en un momento y de paso, me dio unas cuantas recomendaciones de cuidados para este modelo. Y es que cuando a uno le tratan bien, da gusto y ganan un cliente por mucho tiempo. Eso, sumado a las batallitas del local, de hace tres lustros, me dejó anoche con ganas de repetir aquellos jueves interminables, a base de cañas y Vespas.




Uves y ráfagas.

J. Gutiérrez.