jueves, 17 de diciembre de 2020

Maldito 15 de diciembre

 


Todos recordamos y celebramos el día de nuestro nacimiento. Algunos celebran también el día en el que “volvieron a nacer”, después de haber pasado una experiencia cercana a la muerte. Sin embargo, mi caso va un poco más allá, teniendo que celebrar y temer, a partes iguales, el 15 de diciembre. Y lo escribo este año, a toro pasado, después de que el cenizo que me persigue en esta fecha haya hecho acto de presencia otra vez.

El primer 15 de diciembre en el que me encontré con este sino del destino, fue en 1992. Yo cursaba 2º de BUP en un instituto algo alejado de mi casa, lo que me hacía tener que coger el Cercanías y un autobús local. Aquel día de buena mañana, al llegar a estación, vi como mi tren estaba entrando ya en ella. Mi andén estaba al otro lado de la estación, por lo que tenía que cambiar de sentido por el paso subterráneo que comunica ambas partes. Me lancé escaleras abajo, por esas escaleras que había estado bajando y subiendo tantas veces día tras día. Pero no más allá del tercer escalón, tropecé y caí rodando tramo abajo. Casi al final del mismo, un chasquido interno me nubló la vista. Me quise poner de pie para alcanzar el tren, pero el dolor me mareó y me llevó de nuevo al suelo. El resultado de aquel resbalón fue la fractura del maléolo de la tibia de mi pierna derecha. Casi dos meses de escayola y muletas. 


Pasó mi primera adolescencia con algún que otro paso por urgencias, por diversas caídas, lesiones deportivas, etc… pero nunca nada de gravedad. Sin embargo, ya en plena segunda adolescencia, el sino del 15 de diciembre volvió a aparecer. Corría el año 2002 y yo ya disfrutaba por entonces de mi primera Suzuki TL1000. En aquella época, mi ocio del fin de semana giraba casi exclusivamente en torno a montar en moto. Hacía el frío lógico para esta época del año, pero aquel domingo mi intención era el salir en moto, sí o sí. Mi novia de aquel entonces me acompañaba sumisamente allá donde fuera en moto. Así que después de desayunar, nos pertrechamos con nuestros monos de cuero, nos abrigamos con un chaleco de pluma por encima de los monos (lo sé, moda de principios de los 90 en plena década de 2000, un clásico) y nos pusimos en marcha. Sin rumbo ni ruta marcada, cogimos la M501 dirección Plasencia. Al llegar al desvío de Mijares se me ocurrió la brillante idea de subir el puerto con el mismo nombre, para bajar por la otra cara, dirección Navaluenga. ¿Hielo y nieve en moto un problema? No para un joven incauto y sin conciencia del peligro. 

Aquellos tiempos mozos... 

Subimos tranquilos el puerto de Mijares y comenzamos la bajada tranquilamente también. La nieve había hecho acto de presencia en las cunetas de la carretera antes de empezar a subir el puerto. En su punto más alto, la estampa completamente nevada de la cima era de postal. Pero ni se me pasó por la cabeza que aquel día soleado, con 1 o 2 grados de temperatura, debería ser más prudente con el deshielo y la nieve. En una zona sombría de la bajada, en una parte que únicamente parecía mojada, se escondía una placa de hielo que nos hizo patinar como a un Bambi recién nacido. La parte trasera de la moto se atravesó a la perpendicular, justo en el momento en el que el asfalto asomó al final de la placa de hielo, lanzándonos hacía arriba y completando una caída a lo high side de MotoGP, digna del mismo Wayne Rainey. Consecuencias: mi pareja se rompió dos huesos de la muñeca derecha y yo anduve con collarín una semana. La pobre TL hizo un vuelta y vuelta, dañándose todos y cada uno de los puntos posibles en su carrocería, ambos escapes incluidos. 
Quedó tocada por todas partes

Todavía no había asociado el 15 de diciembre a dos episodios de mala suerte en mi vida. Todo siguió adelante con normalidad salvo que, durante el año siguiente 2003, decidí dejar de montar en moto por un tiempo, motivado en gran parte por la pérdida de un amigo en un accidente fatal. A los pocos meses (18), adquirí mi primera Vespa y pasé grandes ratos con ella. Pero esta vez no fue la moto la que me hizo pasar un mal trago. En 2007, un sábado por la tarde, volviendo en coche del pueblo paterno de mi pareja entonces, en Zamora, una brusca maniobra por evitar colisionar con otro coche que invadió mi carril, me hizo chocar contra el guardarraíl derecho de la autovía A62, a la altura de Simancas, en Valladolid. El impacto con la gruesa barrera metálica me escupía perpendicularmente contra la mediana, chocando contra ella y saltándola, al más puro estilo Equipo A, aterrizando boca abajo en los carriles del sentido contrario. Un accidente de tráfico en toda regla, del que con mucha fortuna salí ileso y no se provocaron daños mayores que los materiales de mi coche. Aquella noche la pasé en el hospital, en observación. Pero no fue hasta el día siguiente, cuando volvía en el taxi que la asistencia de mi seguro me puso para regresar a Madrid, cuando caí en la cuenta de qué día era. 

Demasiado poco pasó

Recuerdo aquel instante con nitidez. Me llevé la mano a la frente de tal forma que, hasta el propio conductor del taxi me preguntó si me había olvidado algo en Valladolid. 15 de diciembre. No me lo podía creer. Fue desde aquel día cuando he tomado especial precaución en esta fecha. Lejos de celebrarla, he evitado realizar cualquier tipo de acción que me pudiera perjudicar. Hasta el 15 de diciembre de 2020. Antes de ayer. No está mal: 13 años sin ningún percance. Pero esta vez, el sino de esta fatídica fecha ha sido más benévolo con el que os escribe, solo recibiendo un pequeño recordatorio para que no me olvide. 

Este pasado martes, después de trabajar, volví a casa en coche. Saqué a los perros a dar su paseo vespertino y cogí mi moto para volver a Madrid centro, a realizar un recado. Ni me pensé volver a Madrid en coche, debido al atasco de hora punta de la tarde. Iría en moto, pero tuve muy en cuenta la fecha que era y me guardé bien de ser todo lo cauto y responsable posible. Pero da lo mismo. Cuando algo tiene que pasar en 15 de diciembre, pasará, haga lo que haga. Por primera vez en 44.000 km y 3 años y medio, desde que compré mi Suzuki VStrom, se paró en marcha. Primero fue a la ida, al salir de un semáforo. Simplemente se paró. Me bajé, la subí a la acera y repasé lo que parecía ser, a simple vista, el típico fallo del interruptor de corte de encendido de la pata de cabra. Después de un rato olisqueando aquí y allá, la moto arrancó de nuevo. Fui hasta mi destino y al regresar no me quitaba de la cabeza el peor sitio donde podría quedarse parada de nuevo. Y como mi amigo Murphy (sí, el de la ley) nunca falla, justo en el punto donde más peligro tendría quedarse parado en el arcén, hizo que el fallo eléctrico se reprodujera y la moto se parara. 

Murphy no perdona

En la salida 20 de la A1, a escasos 3 km de mi casa, en plena curva de un solo carril, sin visibilidad alguna, me vi empujando los 228 kilos de mi querido corcel, en la oscuridad de la tarde casi invernal, pensando que en cualquier momento iba a aparecer algún conductor despistado con el móvil y me iba a llevar por delante. ¡Que rato más malo! El esfuerzo de correr, con mi mala forma física, empujando la moto, hacía tan literal la expresión de que se te salga el corazón por la garganta, que este mismo salió de mi y me ayudó a empujar la moto hasta un punto con visibilidad y anchura suficiente. ¡Qué cabrón Murphy, el guionista, el sino, el destino y su p***a madre! Ya con la moto sobre el caballete, en una parte de la vía de servicio ya con dos carriles y yo resguardado más allá del guardarraíl, recuperé el resuello, mi corazón volvió a su sitio y avisé a la grúa, para que me llevara de vuelta a casa sano y salvo.

Esta vez, el 15 de diciembre solo se va a saldar con daños en mi cartera, ya que la pobrecita titular está ya en el taller, donde me dirán si es el sensor de marcha engranada, el sensor de vuelco, la bomba de gasolina, el interruptor de la pata de cabra, o cualquier duende electrónico, quien decidió darme el último susto en 15 de diciembre. Para 2021, no salgo de la cama en todo el día. 

Uves y ráfagas. 

J. Gutiérrez. 


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