Y no, no has ido a ningún sitio porque realmente quieres volver a sentir todo eso que la moto te ha ido enseñando durante los años. Siempre hay algo que engancha más. Algo que te atrae irracionalmente hacia ellas. En mi caso no puedo identificar una sola cosa, pero sí un gran conjunto de sensaciones. Como es la sensación de aceleración, la velocidad. El impacto de una tonelada de aire en el pecho cuando te levantas de detrás de la cúpula al ir a más velocidad de la que podrías justificar ante el juez que te mandará a la cárcel. Esa mirada fijada más allá de 500 metros. Todos tus sentidos concentrados en rascar ese último ápice de potencia de tu motor, buscando la estirada hasta el corte, o la zona de par máximo. El equilibrio dinámico al romper el efecto giroscópico de las ruedas y tumbar tu montura al límite, buscando la trazada más recta de esa curva tan sinuosa. O el golpe de inercia al levantarla, casi con violencia, para enlazar el siguiente giro en sentido opuesto.
El olor a lluvia en el campo. La primavera llegando y la temperatura perfecta para no tener que ir más pertrechado que una cebolla. El dolor de culo por la exagerada estrechez del asiento de tu moto de enduro, mientras tú te empeñas en viajar con ella por campo como si fuera una trail ligera. La torpeza de movimientos y reacciones de tu maxitrail por el campo, cuando te empeñas en sacar del agua al pez que mejor se mueve dentro de ella. Tu cintura retorcida mientras pierdes tracción adrede cuando el camino se gira más de lo que esperas. Ese abrir gas a fondo haciendo levantar y escupir tierra a tus compañeros de ruta campera, a sabiendas de que avanzarías más siendo más progresivo. El freno físico que impone el agua al atravesar el cauce de un riachuelo por ese vadeo que parecía tan fácil. Remar con tus piernas por ese sendero casi vertical y llegar a la cima con el corazón en la boca pero con la infinita satisfacción de haber subido.
El ritual de arrancarla por las mañanas, sea el que sea. Volver a escuchar su corazón palpitar al pulsar el botón mágico, o al patear con vigor la palanca de arranque. El dolor con el que se quiebran tus entrañas al oír un ruido metálico fuera de lugar. El dolor que siente tu cartera al tener que visitar al mecánico. La ilusión con la que buscas y compras ese accesorio que prácticamente no vale para nada y con el que no aportas valor alguno a tu montura, pero que adoras. Encontrar ese modelo con el que tanto tiempo soñaste, de un solo propietario, con menos uso que un bidé en un baño público y al precio justo de mercado. El vender la moto en casa intentando que la vean con los mismos ojos que tú. El vender la moto a un desconocido, porque llegó el momento de separarte de ella. El recordarla endulzando los buenos momentos y riéndote de los malos. El pensar que la volverás a tener. El creer que ella también te echa de menos a ti. El justificar la razón por la que vendiste, a la espera de una nueva compañera.
Estas cosas excepcionales, buenas y también menos buenas, son las que nos hacen montar en moto. Son las que quiero volver a sentir cada vez que monto en ella. Son las que hacen innecesario estar de vuelta de nada, porque las tengo todas aquí.
Uves y ráfagas.
J. Gutiérrez.
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